martes, 31 de diciembre de 2019

MELANCÓLICO BLUES


                                   




Manolo, un viejo guitarrista incapaz para el flamenco pero con duende para el blues, ocupaba el  diminuto escenario del Rory, ataviado con traje y sombrero blanco y unas  enormes gafas de sol que escondían su tristeza. Deslizó un tubo de metal incrustado en su dedo corazón por el mástil de la guitarra: un slide lento que dejaba una sensación melancólica y suavizaba su quebrada voz.  El Missisipi estaba demasiado lejos y el Llobregat era poco inspirador, pero Manolo no tenía nada que envidiar a los negros sureños de principios del siglo XX.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

LÍNEAS CONVERGENTES






Antes de abrir la puerta, cerró los ojos. A pesar de todo, Juan seguía tan pusilánime como siempre. Prefería creer que su cobardía era prudencia o sensatez.

Al otro lado, enmarcado en madera barata, su sosias envejecido, apoyado con chulería en una pared inexistente y apuntando con una pistola más grande que su arrogancia.

Juan sabía que no iba a disparar, sería un suicidio y morirían los dos.

—No has cambiado nada —dijo su decrépito doble bajando el arma.

—Tú, tampoco.

—¿Para qué has venido?

—Para olvidarme del  pasado y hurgar en el futuro.

—Sabes que no existe. Ni tampoco el pasado, tan sólo un presente que se escurre entre palabras vacías.

—¿Y tú?

—Yo me extravié en la esquina de una recta infinita que llaman tiempo

—Las rectas no tienen esquinas.

—Entonces,  explícame quién soy.

—Llevo años preguntándome quién o qué eres. Supongo que sólo un reflejo deformado física y emocionalmente.

—Podría ser tu conciencia.

—Hace poco que la perdí en un arrebato.

—Quizás empezamos a parecernos.

—Es lo que más me horroriza, pero hay una solución.

Juan cerró de nuevo los ojos cuando sonó un disparo. El estruendo de cristales rotos ocultó el sonido seco de dos cuerpos al golpear contra el suelo.


viernes, 31 de mayo de 2019

VÍNCULOS



En mi habitación tengo un televisor y un espejo. También un ordenador y una ventana desde la que veo el campanario. Un magnetófono y una radio. Una guitarra y muchos libros.  Sin orden, y esparcidos por el resto de la vivienda, cientos de objetos que no utilizo y ropa que dicen pasó de moda, como yo, que también estoy en desuso. Por supuesto no me faltan electrodomésticos ni agua corriente o electricidad. Acumulo latas de comida a medio acabar y el suelo está repleto de colillas, ceniza y botellas vacías. Dos de las habitaciones son prácticamente inaccesibles: montañas de recuerdos míos y de desconocidos, figuras de porcelana, cuadros, aparatos rotos y  sin romper, muñecos, zapatos, colchones en vertical porque en horizontal ya no caben, muebles sin valor... Un verdadero mercado de bajo coste. Mis mascotas son espontáneas y nunca sé cuántas tengo: cucarachas que salen de las grietas por la noche y se esconden durante el día.

Únicamente la habitación de mis padres y la mía permanecen intactas. La de ellos con la cama y las mesillas de noche impolutas.  Imagino que no les hace gracia ver su piso atiborrado y como buen hijo, acepto su silente petición y mantengo su dormitorio ajeno a mis obsesiones.

Me gusta asomarme a la ventana a las horas en punto y escuchar las campanadas. Veinticuatro veces cada día, ciento cincuenta y seis tañidos registrados en algún magnetófono como el mío, porque las campanas no se mueven. Sí lo hacen las gaviotas y las palomas que escapan del tejado del campanario volando espasmódicamente sobre la calle mayor, buscando alguna repisa donde reposar su agitado corazón.

A mí también me gustaría volar y no regresar jamás. Cruzar la calle mayor y la menor y ver los tejados alejarse, y el campo o el mar. Pero estoy encadenado a esta ciudad, a esta habitación. Condenado a la suciedad que fabrico y que se acumula a mi alrededor. Alguna vez me he quedado dormido sobre las inmundicias que yo mismo fabrico, acompañado de mis mascotas que, cada noche, cuando suenan las diez o las once, completan una orgía gastronómica con mi basura.

Las pocas veces que salgo a la calle sufro de terribles mareos, taquicardias y ansiedad. Se me nubla la vista y se me seca la boca. Compro comida suficiente para un mes y recojo con fatiga y angustia objetos inservibles que paradójicamente  sirven para calmar mis trastornos.
Vivo únicamente con mis padres que se han adaptado  a mis obsesiones igual que yo acepto su mutismo. En cambio, mis vecinos se quejan del hedor que invade la comunidad y siempre nos increpan e insultan a escondidas. Calman su rabia e impotencia con  gritos e improperios que se quedan flotando en el descansillo de la escalera. No recibimos apenas visitas. En los dos últimos meses, únicamente una pareja de la guardia urbana se ha atrevido a pulsar el timbre para mostrarme un requerimiento municipal. Abrí la puerta y les invité a pasar. El más joven, superado por el fuerte y desagradable olor, vomitó sobre el felpudo de la entrada. El otro me tendió la denuncia en la que había estampada la firma de todos mis vecinos y me dijo con voz autoritaria que tenía un breve plazo para vaciar el piso y eliminar el insoportable olor y las inmundicias que ponían en riesgo la salud de la comunidad.

– Si quiere usted vivir con toda esa basura debería vivir aislado. Le recomiendo que acuda a su médico y permita que el ayuntamiento se encargue de la limpieza de la vivienda.

No respondí, simplemente asentí con la cabeza para zanjar su monólogo y ganar tiempo para desvincularme de mis recuerdos. Cerré la puerta con suavidad dejando entrever mi aceptación y sumisión a su mandato.

– No lo olvide, antes de una semana volveremos por aquí para asegurarnos de que acata las órdenes y empieza a vivir como las personas decentes.

Me dolieron sus últimas palabras. ¿Acaso no era yo decente? ¿Cuántos de mis vecinos se podían considerar mejores que yo o llevaban una vida más decente? ¿Era más decente el señor del quinto que acumulaba una gran fortuna con la que jamás podría tener  ningún vínculo o cariño, más allá de lo que la imaginación le permitiera hacer con ella?, ¿o la señora del tercero que estaba liada con el del segundo, ese que maltrataba a su mujer y sonreía con sus  ¡buenos días o noches! mostrando sus encías enrojecidas? De todos podría reprochar su falta de sentido en la convivencia. La hipocresía hace que los gestos de amabilidad se pierdan en cuanto cierran la puerta y se comportan realmente como son.

Los vínculos afectivos por mis objetos no me convierten en un indecente. ¿Es en todo caso más humano el que entierra a sus seres queridos olvidándolos en un cementerio al que tan solo acude una vez al año a depositar flores y tranquilizar su conciencia?
Yo cada día hablo con mis pobres padres, les explico mis vivencias, escasas debido a mi reclusión, mis inquietudes o anhelos. Siempre son largos monólogos ininterrumpidos, sin quejas ni reproches por su parte. Me gustaría que fuera un diálogo,incluso sentir su desaprobación en algunos temas, pero desde hace años se limitan a permanecer tumbados en su cama y hacer como que escuchan mis interminables lamentos, sin inmutarse, con la mirada perdida y ajenos a mi voz y al tañer de las campanas.



domingo, 31 de marzo de 2019

WHATSAPP




He llegado a la edad en que los recuerdos pesan más que el propio cuerpo y el futuro es tan sólo un tiempo verbal. Perdí mi agilidad hace tiempo y ahora arrastro mi sombra con ayuda de un bastón y un brazo amigo. Mi cabeza sigue lúcida y mi vista casi intacta. El médico dice que el corazón me late a un ritmo constante, sin sobresaltos.
La felicidad la encuentro en la quietud de fotos amarilleadas, mientras la vida discurre sembrando achaques y nostalgias. Los días son rutinas grises cubiertos de una pátina opaca, sin rendijas para que se cuele la ilusión. La televisión o algún libro, cuando tengo fuerza y ganas, se ocupan de distraer mis preocupaciones y aligerar los días. Tan solo la visita de mis hijos y nietos, los fines de semana, alumbran tímidamente la oscuridad.
Tengo la sensación de vivir en una pequeña sala de espera atendida por funcionarios celestiales. Imagino a unos querubines rascándose entre las nalgas o aleteando entre cientos de folios sin importarles mi desazón. Sentado en una incómoda silla, escondo un papelito que indica el turno, arrugado y apretado entre mi mano y el cayado. Rezo silenciosamente para no ser el siguiente, para que el número que se ilumine en la pantalla no coincida con el mío.
Hace dos días, la muerte me envío un Whatsapp felicitándome el cumpleaños con divertidos emoticonos de guadañas que guiñaban un ojo. No había más texto, simplemente la felicitación. No sé utilizar las nuevas tecnologías, la chica que comparte mi vida durante el día fue la que, sorprendida por el remitente, me mostró el mensaje.
Ese mismo día tenía una comida con mis hijos para celebrar mi aniversario. Les comenté la broma de mal gusto que había recibido y no le dieron demasiada importancia. Ellos todavía no ven el precipicio, el vacío, la negrura que a cierta edad empieza a teñir los días. Intentaron averiguar el teléfono de quien lo enviaba, saber quién era el remitente. Imposible, no había opción, tras un número oculto se debía esconder un bromista con poca gracia. Aprovecharon la circunstancia para explicarme cómo se utiliza la maldita aplicación. Reímos sobre la pintoresca imagen de un anciano con boina y bastón enviando textos y estúpidas caritas.
A mis años eres consciente, aunque intentes olvidarlo, de la cercanía de la muerte. Hay días en que asumes tu finitud e, incluso, tienes ganas de dormir y no despertar, sin dolor, quizá lo que más me aterra es el sufrimiento.  El mensaje de la muerte me acercó más al horizonte que hace tiempo acaricio. Mi religiosidad se ha multiplicado exponencialmente y no hay día en que no rece tres o cuatro veces. La comunicación con Dios es fluida pero unidireccional. Desearía respuestas, no tan solo larguísimos monólogos de expiación.
La soledad me atemoriza tanto como la muerte. Las noches, cuando mi cuidadora me deja acostado y me da un beso sin sentimiento, son un suplicio. Pensamientos grises y recuerdos desfigurados me torturan durante horas.  Llevo varias noches en que el mensaje de felicitación se pasea entre mis pesadillas. Cuento guadañas en vez de ovejas. Me levanto varias veces, algunas para orinar, otras para beber, por dolor y, a veces, simplemente por la imposibilidad de conciliar el sueño.
Ahora sé que el remitente no es un bromista, es la propia muerte que ha querido avisarme de su llegada. Ayer sentí el abrazo de una soledad profunda, quizá una premonición de la soledad futura, de huesos, de los restos de un alma aventada entre los escombros del día.
Hubiera deseado despedirme, besar a mis hijos y nietos, pero a pesar del aviso de la dama de negro nunca hay una certeza del final. Esta noche la he visto paseándose alrededor de la habitación, silenciosa y con cierta elegancia. Ha asomado tímidamente la cabeza y creo que me ha guiñado un ojo, como los emoticonos de su mensaje.  He apretado la medalla que llevo colgada para avisar en caso de urgencia. También he intentado llamar a mis hijos, pero no he tenido fuerzas para marcar el número.
Ahora oigo la sirena de la  ambulancia, quizá demasiado tarde. Hay un cierto bullicio en la habitación, gente que entra y sale .Escucho la voz de mis hijos distorsionada. La oscuridad reina por fin y el silencio absoluto me desconecta de los llantos inconsolables de mis queridos hijos.
Recobro la consciencia. Ha desaparecido la oscuridad. Una agradable luz ilumina una infinita llanura blanca, aséptica, un vacío tridimensional. No hay horizonte, ni nubes, ni caminos o carreteras, ni flores o árboles. No hay nada. Me siento como un insecto extraviado en un enorme bidón de espuma.
Voy vestido con el traje de los domingos, con boina y el bastón que apoyo sobre la blanca ingravidez que me rodea .Permanezco inmmóvil buscando una sombra que certifique mi existencia.
Un pitido insistente y la vibración exagerada del móvil que guardo en el bolsillo me avisan de la recepción de un mensaje. Con la parsimonia de un anciano torpe y desorientado, abro el dichoso mensaje:
“Bienvenido al paraíso”


jueves, 28 de febrero de 2019

GRAN RESERVA






En la cama, nuestras espaldas estaban separadas por apenas diez o doce centímetros,  la palma de un niño, aunque en realidad era una herida abismal que permanecía abierta supurando rencores y odios añejos. Como el buen vino, mi resentimiento fue ganando cuerpo y solera en una barrica de piel y huesos artríticos. Creí que había llegado el momento del descorche.

Un buen Rioja regaba el silencio de la cena. Excitante, con cierto aroma a cítricos y un punto de dulzura; casi se podía masticar, elegante, con cierto toque torrefacto.
       
Nuestras palabras fueron monosilábicas y el tiempo que transcurría entre cada una se podía medir en minutos. Las miradas las cruzábamos por azar y una sonrisa fingida mitigaba el dolor de dos soledades compartiendo mantel.

Don Cristóbal me había prometido algo más que el papel de amante clandestino. Al principio acepté resignado ser su chófer, secretario, camarero o el chapero que le practicaba  felaciones por las noches   en las que se ausentaba de su domicilio. Llevábamos  demasiado  tiempo y jamás  pude conseguir ni un pellizco más de afecto. Aunque hubiera  jurado que me quería, sabía que sus palabras eran sonidos vacíos, ecos de un amor que hacía tiempo languidecía.  Había notado cómo mi presencia le incomodaba y seguía  escondiéndome,  ocultando a  la  vez su  homosexualidad. Ya no  éramos los jóvenes que se prometían el cielo o la luna. Habíamos perdido el aroma de la juventud, de la aventura y  la  ilusión,  pero    habíamos  ganado  bouquet y  sabiduría que él regalaba  a  los  chavales  que  le rondaban y llenaban sus bocas de dientes resplandecientes con su pene medio erecto.

Cuando murió su mujer pensé que sería el momento en que se sinceraría al mundo y yo podría ocupar el papel protagonista que venía desempeñando en clandestinidad. Ella conocía nuestra relación pero interiorizó el dolor y prefirió vivir acomodada y engañada, masturbándose con su dinero. No quería ser como ella, no quería que el jovencito que le acompañaba cada vez con más frecuencia ocupara mi lugar. Mi amor y devoción se habían convertido en desprecio y resignación. Creía no tener el valor suficiente para dejarle, pero desde hacía unos meses todo había cambiado. Las humillaciones,  traiciones y desplantes habían despertado un nuevo sentimiento en mi interior: odio.

El notario que guardaba el  testamento era el único que conocía nuestra relación. Para los demás siempre fuí el mejor amigo de don Cristóbal, el que siempre estaba a su lado en los momentos difíciles. Pero no me conformaba, se lo había dicho tantas veces…Él prefiería aparentar ser el galán canoso que es admirado y bendecido por las señoras con las que acudía al teatro,o a esas cenas pomposas en las que tanto le gustaba exhibirse y ser admirado. Enamorar con su oratoria y pavonearse con muchachas que babeaban ante su mirada azul o ante el pelo plateado despeinado con elegancia al viento en el descapotable. Ellas ignoraban que él  prefiería a los chavales con bigote y camiseta sudada.

Había llegado el momento de decirle al mundo quién era en realidad.  Con unos golpecitos en la copa intenté llamar la atención de los comensales de las otras mesas. Insistí en el tintinear de la cuchara contra el cristal y poco a poco atraje las miradas y el silencio de los que nos rodeaban.

– Por favor, requiero un minuto de vuestra atención, mi compañero, el señor Cristóbal, tiene que comunicaros algo importante–

Me miró con reproche. Yo acerqué mis labios a su cara y le susurré:

–Ha llegado el momento. Están todos, cuéntales nuestra relación o no me volverás a ver jamás–

–Eres un hijo de puta– me dijo en voz baja.

Se puso en pie y aclaró su voz con un carraspeo nervioso. Cogió la copa y bebió un sorbito de vino.

–Queridos amigos y amigas, creo que ha llegado la hora de hacer público algo que llevo ocultando durante los últimos años.  No quise decirlo antes por no preocupar a los que me tenéis aprecio y por no dar una alegría a los que no me lo tenéis.  Hace cinco años me detectaron un tumor que, lejos de desaparecer, se ha ido extendiendo hasta tal extremo que los médicos me han dado un par de meses de vida. Me muero, sí, y aquí me tenéis brindando con vosotros y con este excelente e inseparable amigo. ¡Salud!

La sala se quedó estupefacta y tras un breve silencio rompió en aplausos. Yo no entendí si celebraban que se muriera o era una muestra de ánimo y cariño.  Por supuesto me sumé a los espontáneos aplausos y dejé que una lágrima resbalara por mi mejilla y cayera sobre la copa de vino, fundiéndose entre los aromas afrutados  y dulces de aquel maravilloso caldo.

Me guiñó un ojo. Entendí que jamás sería la persona que compartiría plenamente su vida, seguiría siendo su criado y el hombro en el que derramaría sus tristezas.

Don Cristóbal murió a los dos meses, por supuesto no fue un cáncer el que se lo llevó, un extraño tóxico con cierto aroma afrutado y dulce había estado recorriendo su sangre los últimos  sesenta días.

Me encanta pasearme con el descapotable y aunque debido a mi calvicie no pueda dejar que mis canas vuelen al viento, no me faltan muchachos que se arrimen y encuentren al viejo que soy como un seductor, un gran reserva


sábado, 26 de enero de 2019

BODA Y NARCOLEPSIA





El padre Andrés finalizaba la homilía y se disponía a celebrar el sagrado sacramento del matrimonio. Los asistentes permanecían en silencio, deseando que llegara el momento de dar los votos matrimoniales. Muchos, entre ellos yo, teníamos la mente deambulando por lugares bastante alejados de la casa de Dios. El problema es que yo era el novio.

Mientras las palabras del cura se perdían con la clásica reverberación eclesiástica entre santos, vírgenes y velas, yo aprovechaba el momento de estar sentado para descansar de mi tremenda resaca. Me giré hacia el lado izquierdo para ver el sector donde se encontraban mis invitados, notablemente inferior en número al de mi prometida. Obvié la familia directa con una rápida y postiza sonrisa y  mi vista se posó en el último banco. ¡Menudo panorama! tras mis tías solteronas, Joaquín, Juan Carlos y Jorge, mis amigotes. Los tres dormían la borrachera de la víspera con ronquidos educados, procurando no molestar a los demás asistentes. También eché un vistazo rápido a los convidados de Eva: una colección de rostros uniformados con el mismo rictus de complacencia contenida.  El semblante disgustado de su padre desentonaba entre tanta fingida benevolencia.  Giré bruscamente la cabeza hacia el presbiterio tratando de evitar un duelo de miradas. Seguí embobado, oyendo de fondo las antífonas desafinadas que canturreaban los concurrentes dirigidas por el padre Andrés.