sábado, 26 de enero de 2019

BODA Y NARCOLEPSIA





El padre Andrés finalizaba la homilía y se disponía a celebrar el sagrado sacramento del matrimonio. Los asistentes permanecían en silencio, deseando que llegara el momento de dar los votos matrimoniales. Muchos, entre ellos yo, teníamos la mente deambulando por lugares bastante alejados de la casa de Dios. El problema es que yo era el novio.

Mientras las palabras del cura se perdían con la clásica reverberación eclesiástica entre santos, vírgenes y velas, yo aprovechaba el momento de estar sentado para descansar de mi tremenda resaca. Me giré hacia el lado izquierdo para ver el sector donde se encontraban mis invitados, notablemente inferior en número al de mi prometida. Obvié la familia directa con una rápida y postiza sonrisa y  mi vista se posó en el último banco. ¡Menudo panorama! tras mis tías solteronas, Joaquín, Juan Carlos y Jorge, mis amigotes. Los tres dormían la borrachera de la víspera con ronquidos educados, procurando no molestar a los demás asistentes. También eché un vistazo rápido a los convidados de Eva: una colección de rostros uniformados con el mismo rictus de complacencia contenida.  El semblante disgustado de su padre desentonaba entre tanta fingida benevolencia.  Giré bruscamente la cabeza hacia el presbiterio tratando de evitar un duelo de miradas. Seguí embobado, oyendo de fondo las antífonas desafinadas que canturreaban los concurrentes dirigidas por el padre Andrés.