jueves, 28 de febrero de 2019

GRAN RESERVA






En la cama, nuestras espaldas estaban separadas por apenas diez o doce centímetros,  la palma de un niño, aunque en realidad era una herida abismal que permanecía abierta supurando rencores y odios añejos. Como el buen vino, mi resentimiento fue ganando cuerpo y solera en una barrica de piel y huesos artríticos. Creí que había llegado el momento del descorche.

Un buen Rioja regaba el silencio de la cena. Excitante, con cierto aroma a cítricos y un punto de dulzura; casi se podía masticar, elegante, con cierto toque torrefacto.
       
Nuestras palabras fueron monosilábicas y el tiempo que transcurría entre cada una se podía medir en minutos. Las miradas las cruzábamos por azar y una sonrisa fingida mitigaba el dolor de dos soledades compartiendo mantel.

Don Cristóbal me había prometido algo más que el papel de amante clandestino. Al principio acepté resignado ser su chófer, secretario, camarero o el chapero que le practicaba  felaciones por las noches   en las que se ausentaba de su domicilio. Llevábamos  demasiado  tiempo y jamás  pude conseguir ni un pellizco más de afecto. Aunque hubiera  jurado que me quería, sabía que sus palabras eran sonidos vacíos, ecos de un amor que hacía tiempo languidecía.  Había notado cómo mi presencia le incomodaba y seguía  escondiéndome,  ocultando a  la  vez su  homosexualidad. Ya no  éramos los jóvenes que se prometían el cielo o la luna. Habíamos perdido el aroma de la juventud, de la aventura y  la  ilusión,  pero    habíamos  ganado  bouquet y  sabiduría que él regalaba  a  los  chavales  que  le rondaban y llenaban sus bocas de dientes resplandecientes con su pene medio erecto.

Cuando murió su mujer pensé que sería el momento en que se sinceraría al mundo y yo podría ocupar el papel protagonista que venía desempeñando en clandestinidad. Ella conocía nuestra relación pero interiorizó el dolor y prefirió vivir acomodada y engañada, masturbándose con su dinero. No quería ser como ella, no quería que el jovencito que le acompañaba cada vez con más frecuencia ocupara mi lugar. Mi amor y devoción se habían convertido en desprecio y resignación. Creía no tener el valor suficiente para dejarle, pero desde hacía unos meses todo había cambiado. Las humillaciones,  traiciones y desplantes habían despertado un nuevo sentimiento en mi interior: odio.

El notario que guardaba el  testamento era el único que conocía nuestra relación. Para los demás siempre fuí el mejor amigo de don Cristóbal, el que siempre estaba a su lado en los momentos difíciles. Pero no me conformaba, se lo había dicho tantas veces…Él prefiería aparentar ser el galán canoso que es admirado y bendecido por las señoras con las que acudía al teatro,o a esas cenas pomposas en las que tanto le gustaba exhibirse y ser admirado. Enamorar con su oratoria y pavonearse con muchachas que babeaban ante su mirada azul o ante el pelo plateado despeinado con elegancia al viento en el descapotable. Ellas ignoraban que él  prefiería a los chavales con bigote y camiseta sudada.

Había llegado el momento de decirle al mundo quién era en realidad.  Con unos golpecitos en la copa intenté llamar la atención de los comensales de las otras mesas. Insistí en el tintinear de la cuchara contra el cristal y poco a poco atraje las miradas y el silencio de los que nos rodeaban.

– Por favor, requiero un minuto de vuestra atención, mi compañero, el señor Cristóbal, tiene que comunicaros algo importante–

Me miró con reproche. Yo acerqué mis labios a su cara y le susurré:

–Ha llegado el momento. Están todos, cuéntales nuestra relación o no me volverás a ver jamás–

–Eres un hijo de puta– me dijo en voz baja.

Se puso en pie y aclaró su voz con un carraspeo nervioso. Cogió la copa y bebió un sorbito de vino.

–Queridos amigos y amigas, creo que ha llegado la hora de hacer público algo que llevo ocultando durante los últimos años.  No quise decirlo antes por no preocupar a los que me tenéis aprecio y por no dar una alegría a los que no me lo tenéis.  Hace cinco años me detectaron un tumor que, lejos de desaparecer, se ha ido extendiendo hasta tal extremo que los médicos me han dado un par de meses de vida. Me muero, sí, y aquí me tenéis brindando con vosotros y con este excelente e inseparable amigo. ¡Salud!

La sala se quedó estupefacta y tras un breve silencio rompió en aplausos. Yo no entendí si celebraban que se muriera o era una muestra de ánimo y cariño.  Por supuesto me sumé a los espontáneos aplausos y dejé que una lágrima resbalara por mi mejilla y cayera sobre la copa de vino, fundiéndose entre los aromas afrutados  y dulces de aquel maravilloso caldo.

Me guiñó un ojo. Entendí que jamás sería la persona que compartiría plenamente su vida, seguiría siendo su criado y el hombro en el que derramaría sus tristezas.

Don Cristóbal murió a los dos meses, por supuesto no fue un cáncer el que se lo llevó, un extraño tóxico con cierto aroma afrutado y dulce había estado recorriendo su sangre los últimos  sesenta días.

Me encanta pasearme con el descapotable y aunque debido a mi calvicie no pueda dejar que mis canas vuelen al viento, no me faltan muchachos que se arrimen y encuentren al viejo que soy como un seductor, un gran reserva