Antes de abrir la puerta, cerró los ojos. A
pesar de todo, Juan seguía tan pusilánime como siempre. Prefería creer que su
cobardía era prudencia o sensatez.
Al otro lado, enmarcado en madera barata, su
sosias envejecido, apoyado con chulería en una pared inexistente y apuntando
con una pistola más grande que su arrogancia.
Juan sabía que no iba a disparar, sería un
suicidio y morirían los dos.
—No has cambiado nada —dijo su decrépito doble bajando el
arma.
—Tú, tampoco.
—¿Para qué has venido?
—Para olvidarme del
pasado y hurgar en el futuro.
—Sabes que no existe. Ni tampoco el pasado, tan sólo un
presente que se escurre entre palabras vacías.
—¿Y tú?
—Yo me extravié en la esquina de una recta infinita que
llaman tiempo
—Las rectas no tienen esquinas.
—Entonces,
explícame quién soy.
—Llevo años preguntándome quién o qué eres. Supongo que sólo
un reflejo deformado física y emocionalmente.
—Podría ser tu conciencia.
—Hace poco que la perdí en un arrebato.
—Quizás empezamos a parecernos.
—Es lo que más me horroriza, pero hay una solución.
Juan cerró de nuevo los ojos cuando sonó un disparo. El
estruendo de cristales rotos ocultó el sonido seco de dos cuerpos al golpear
contra el suelo.