Manolo, un viejo guitarrista incapaz para el flamenco pero
con duende para el blues, ocupaba el
diminuto escenario del Rory, ataviado con traje y sombrero blanco y
unas enormes gafas de sol que escondían
su tristeza. Deslizó un tubo de metal incrustado en su dedo corazón por el
mástil de la guitarra: un slide lento que dejaba una sensación melancólica y suavizaba
su quebrada voz. El Missisipi estaba
demasiado lejos y el Llobregat era poco inspirador, pero Manolo no tenía nada
que envidiar a los negros sureños de principios del siglo XX.