viernes, 8 de junio de 2018

DERROTADO




Habían pasado dos años desde que Esther salió de nuestro apartamento sin intención de volver. Fueron tantos años juntos, que no recuerdo si el alcohol llegó cuando ella se fue, o se fue cuando llegó el alcohol. Estaba tan borracho que resulta imposible acordarme.

El poso de su ausencia era muy denso y la soledad nunca fue una buena compañía. Cerveza, vino, ginebra, whisky y yo: una pandilla inseparable. Mi vida se había convertido en una resaca permanente. Ya no recurría a calmantes ni a ansiolíticos, el alcohol era mi medicina. Un círculo que había cambiado los trescientos sesenta grados por cuarenta, justo los que necesitaba para sobrevivir a mi profunda melancolía.

La noticia de su boda me llegó por Whatsapp, escueta, mientras jugaba una partida de billar en un tugurio del barrio. Intuí su desprecio silencioso.