Habían pasado dos años desde que Esther salió de nuestro
apartamento sin intención de volver. Fueron tantos años juntos, que no
recuerdo si el alcohol llegó cuando ella se fue, o se fue cuando llegó el
alcohol. Estaba tan borracho que resulta imposible acordarme.
El poso de su ausencia era muy denso y la soledad
nunca fue una buena compañía. Cerveza, vino, ginebra, whisky y yo: una pandilla inseparable. Mi vida se había convertido en una resaca
permanente. Ya no recurría a calmantes ni a ansiolíticos, el alcohol era mi medicina. Un círculo que había
cambiado los trescientos sesenta grados por cuarenta, justo los que necesitaba
para sobrevivir a mi profunda melancolía.
La noticia de su boda me llegó por Whatsapp, escueta,
mientras jugaba una partida de billar en un tugurio del barrio. Intuí su
desprecio silencioso.