viernes, 26 de diciembre de 2025

BANDERA

Dormí cubierto por la bandera de mi país, tal es mi fervor patriótico, y desperté con el dibujo estampado en mi cuerpo. A la inversa que el Santo Sudario, la bandera amaneció en blanco y mi torso quedó tatuado con franjas verdes y rojas; las piernas, de negro hasta las rodillas, y mis genitales decorados con el escudo: la imagen de un elefante. La trompa del paquidermo se erguía orgullosa, una visión tridimensional de la república con urgencia urinaria. Por suerte, dormí con el rostro al aire y mi cara seguía siendo apátrida.

Me espantó, aunque con cierto orgullo, mi imagen en el espejo. Pensé que era una especie de mesías nacional: el que debía liberar y redimir a nuestro pueblo de sus pecados. Quise asomarme a la ventana, desnudo, ondeando mis carnes tatuadas al compás de la suave brisa matutina. En un brote jingoísta, me dieron ganas de alzarme en armas y conquistar el pequeño país vecino. Reprimí mis ansias expansionistas y aterricé en mi realidad: un palurdo iletrado, pintado con colores llamativos.

Me duché con la esperanza de borrar la insignia de mi cuerpo, un lavado desleal pero necesario. El agua y el jabón no consiguieron quitar ni un ápice de la pintura indeleble que representaba a mi amado país.


Acababa de comenzar el verano, cuando el calor aún no sofoca, y me vestí de primavera. No quería que los brazos —rojo uno y verde el otro— quedaran al descubierto. Una camisa blanca de manga larga y una ligera chaqueta fueron suficientes para cubrir mi coloreada piel.


No tenía claro quién o qué podría remediar mi problema. Caminaba sin un destino fijo mientras valoraba las diversas alternativas que pasaban por mi cerebro. La primera ocurrencia fue comprar algún disolvente: aguarrás o acetona en una droguería. La deseché al momento; no lo creí adecuado para mi delicada y alérgica piel. Seguidamente pensé en el párroco del barrio: ¿quién mejor para explicarme el milagro sindonista inverso y, con la ayuda celestial, liberarme de mi nueva pigmentación? También la descarté. Últimamente el cura estaba demasiado ocupado catequizando o manoseando a los muchachos que a diario le visitaban. La tercera opción, quizá la más estrambótica, fue una tintorería. Imaginé mi cuerpo dando vueltas en un inmenso tambor junto a pantalones, camisas o chaquetas, embadurnado con un jabón milagroso y escupiendo pompas agonizantes en un intento frustrado de pronunciar socorro. Un cierto mareo me hizo recapacitar y aceptar que la solución más adecuada sería acudir a un centro hospitalario.


Las puertas batientes de urgencias del hospital Once Cruces me recibieron con poca hospitalidad. Consideré mi dolencia algo urgente no por padecimiento físico, sino estético.

Batas verdes, blancas, azules y naranjas deambulaban entre paredes de baldosas ocres y ambiente gris. Pasillos con líneas azules, verdes, rojas y amarillas pintadas en el suelo: un laberinto multicolor sin minotauro amenazante, tan solo una señora de negro oculta entre las rendijas de las paredes, entre pálidos fluorescentes y tubos infinitos.


La sala de espera estaba saturada. Quedaba una silla libre entre una señora ataviada con una túnica negra y un pañuelo en la cabeza, y un joven negro con una enorme bolsa a sus pies. Decliné la posibilidad de ocupar el incómodo asiento, pero no por incomodidad.

Tras algunas horas de espera, rodeado de toses, hemorragias, vómitos y ayes eternos, escuché mi nombre por una megafonía afónica. La médica, una joven latina de escasa estatura y piel oscura, sonrió cuando le expliqué lo sucedido. Quizás no me creyó. Yo hubiera deseado recibir la atención de un paisano, un compatriota, uno de los nuestros, y torcí el gesto en respuesta a su sonrisa.

Con una voz acorde con su cuerpo, bajita y dulce, me ordenó que me quitara la camisa y me tumbara en la camilla. Estaba dispuesto a mostrarle el escudo, pero no lo consideró necesario.

Obedecí y me tendí boca arriba sobre la camilla. Mi pecho verdirrojo contrastaba con la blancura aséptica de la sala. Un desconchado en el techo me distrajo mientras sentía el frío fonendoscopio en el abdomen. La doctora no pareció sorprenderse de mis vivos colores. Dudé en tararearle el himno y ponerla en posición de firmes. Preferí permanecer quieto y callado; ella podía tener la solución a mi problema.

Me tomó la tensión, la temperatura y la saturación de oxígeno. Todas las constantes estaban bien. Revisó mi historial médico y no encontró ninguna anomalía.


Mientras acababa de vestirme, la joven facultativa escribía sin levantar la vista. Sospeché que mi curación pasaría por algún brebaje indígena cocinado con raíces de las altiplanicies peruanas. Antes de que alzara la cabeza, le acabé de explicar el fenómeno de la bandera santa convertida en trapo blanco de poca utilidad. No le dio importancia y me derivó a psiquiatría.


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