Habían pasado dos años desde que Esther salió de nuestro
apartamento sin intención de volver. Fueron tantos años juntos, que no
recuerdo si el alcohol llegó cuando ella se fue, o se fue cuando llegó el
alcohol. Estaba tan borracho que resulta imposible acordarme.
El poso de su ausencia era muy denso y la soledad
nunca fue una buena compañía. Cerveza, vino, ginebra, whisky y yo: una pandilla inseparable. Mi vida se había convertido en una resaca
permanente. Ya no recurría a calmantes ni a ansiolíticos, el alcohol era mi medicina. Un círculo que había
cambiado los trescientos sesenta grados por cuarenta, justo los que necesitaba
para sobrevivir a mi profunda melancolía.
La noticia de su boda me llegó por Whatsapp, escueta,
mientras jugaba una partida de billar en un tugurio del barrio. Intuí su
desprecio silencioso.
Unté de azulete la punta del taco mirando de reojo la
posición de las bolas en la mesa. En una pantalla, al final del bar, Elvis
cantaba Unchained Melody, demasiado gordo. Fue su última actuación. Recliné el cuerpo hacia delante y busqué una
línea imaginaria que uniera la bola blanca con la negra. Era un tiro fácil.
Fallé. El humo del cigarro que llevaba
colgando invadió mi retina, arrancando unas lágrimas que borraron la trayectoria
dibujada en mi mente. Rocé la bola blanca que se desplazó lenta y despistada
sobre el tapete, lejos de la negra, que reposaba tranquila al lado del agujero
que debería haberla engullido.
Me hice a un lado y dejé que el tipo tatuado, sin apenas mirar
a la mesa, introdujera la negra en el agujero correspondiente. Elvis sudaba, un
tipo le aguantaba el micro mientras él tocaba el piano y sonreía a un público
entregado. Demasiado fármaco, demasiada mantequilla de cacahuete.
Pagué mi apuesta y me largué de aquel antro. Nos fuimos
todos, mis pensamientos, mi soledad y yo. En la televisión, Elvis también se
despedía sin saber que sería la última vez. Tan solo dos meses más tarde fue
encontrado muerto.
Caminé con la cabeza gacha, despacio, sin rumbo, permitiendo
que la lluvia empapara mi depresión y despejara mi embriaguez. Hablaba con mi
sombra esperando una réplica a los insultos que escupía con voz áspera.
Descubrí mi monólogo en voz alta cuando unos jóvenes se
reían descarados del tipo derrotado en que me había convertido. Ellos
carnalizaban su amor sobre un banco mojado mientras yo paseaba mi frustración
desnuda. Demasiada lluvia, demasiado alcohol.
Preferí no imaginarla con aquel imbécil, pero la imaginación
no la eliges, te asalta y cuanto más quieres apartarla, más se empeña en
quedarse. Nunca me gustó el juego a tres bandas, siempre preferí el juego
directo, sin carambolas. Casi siempre fallé.
Encendí un cigarro y continué un camino sin rumbo, sin
horizonte. La magia de la noche había revelado todos sus trucos. El falsete
final de Elvis sonaba todavía en mi cabeza, desgarrado por el esfuerzo de quien
apenas se tiene en pie.
Cuando llegué a mi piso tropecé con mi alma, junto al
felpudo. En el cuarto de baño guardo los medicamentos. No sé cuántas pastillas
ingerí, aunque eso sí, en un gesto de lucidez,
me aseguré de que no estuvieran caducadas.
me aseguré de que no estuvieran caducadas.
Dejé sonando en la radio“My way”en la versión de Elvis, aunque yo había elegido
hacerlo a mi manera.
El tercero cuarta del bloque gris donde vivo no es
Graceland. Un vecino dio la voz de alarma por el hedor que desprendía mi piso
una semana después de mi muerte. Le comenté a Elvis que al menos su entierro
fue multitudinario.
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