El padre Andrés finalizaba la homilía y se disponía a
celebrar el sagrado sacramento del matrimonio. Los asistentes permanecían en
silencio, deseando que llegara el momento de dar los votos matrimoniales.
Muchos, entre ellos yo, teníamos la mente deambulando por lugares bastante
alejados de la casa de Dios. El problema es que yo era el novio.
Mientras las palabras del cura se perdían con la clásica
reverberación eclesiástica entre santos, vírgenes y velas, yo aprovechaba el
momento de estar sentado para descansar de mi tremenda resaca. Me giré hacia el
lado izquierdo para ver el sector donde se encontraban mis invitados, notablemente
inferior en número al de mi prometida. Obvié la familia
directa con una rápida y postiza sonrisa y mi vista se posó en el último
banco. ¡Menudo panorama! tras mis tías solteronas, Joaquín, Juan Carlos y
Jorge, mis amigotes. Los tres dormían la borrachera de la víspera con ronquidos
educados, procurando no molestar a los demás asistentes. También eché un
vistazo rápido a los convidados de Eva: una colección de rostros uniformados
con el mismo rictus de complacencia contenida.
El semblante disgustado de su padre desentonaba entre tanta fingida
benevolencia. Giré bruscamente la cabeza
hacia el presbiterio tratando de evitar un duelo de miradas. Seguí embobado,
oyendo de fondo las antífonas desafinadas que canturreaban los concurrentes
dirigidas por el padre Andrés.
El cura elevó su voz engolada y leyó despacio, arrastrando
las letras: Por tanto, dejará el
hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola
carne." Genesis 2:24. Eva
escuchaba atenta, con una leve sonrisa de felicidad. Yo interpreté literalmente
el versículo. Imaginé nuestros cuerpos hechos de una plastilina viscosa,
fundiéndose en uno solo. Mi futuro se reduciría a formar parte de una albóndiga gigante. Pensé en el error que
estaba cometiendo. Ella tan dulce y angelical, tan inteligente y culta. Con una
cuenta corriente inversamente proporcional a su atractivo físico. Por supuesto,
es millonaria. En cambio, yo, tan superficial y rudimentario como encantador
para las mujeres. Cierto es que no la merecía y por eso las dudas me
acompañaron hasta el día de mi boda. Nadie conocía mis luchas internas, el
pulso entre mis demonios y mis ángeles, pero cada vez estaba más convencido de
que en algún lugar de mi interior había algo de bondad y dejaría que Eva se
casara con alguien que la mereciera más. Sus padres nunca me habían visto con
buenos ojos, imaginaban que su dinero era lo que me había arrastrado hasta el
altar y no iban desencaminados. Incluso me habían llegado a amenazar
veladamente, con la educación que tienen algunos ricos cuando contratan un
sicario y te pone una pistola junto a la oreja. Supongo que imaginaban que no
sería capaz de contraer matrimonio con su hija, que al final recapacitaría y
diría que no. Hasta aquí el recuerdo de mi boda. De nuevo mi narcolepsia
se presentó en el momento y lugar más inadecuado.
El rostro de la prostituta con la que compartí la noche
anterior se coló en mi mente disfrazada de madre superiora. Su hábito
arremangado mostraba un erótico liguero y unas piernas esbeltas enfundadas en
medias de redecilla negra. Sorteaba así los charcos que se habían formado junto
al muro que rodeaba al convento. Agarró con fuerza una cuerda que pendía del
cielo. Al otro extremo de la cuerda, en lo alto del muro, servidor, vestido de
un torpe Indiana Jones que no supo
sujetar con la suficiente fuerza la maroma y provocó la caída de la madre
superiora sobre uno de los charcos. Sus piernas quedaron abiertas mostrando el
liguero y el tanga. Mi masculinidad se endureció y en lo que parecía un acto de
caballerosidad salté junto a ella y le tendí la mano. En el intento de
incorporarse estiró demasiado fuerte de mi brazo y caí sobre ella. Sus senos se
clavaron en mi pecho. Nuestras bocas quedaron separadas por apenas un meñique.
Imposible detener la pasión. Nuestros cuerpos rodaron sobre el jardín y el
barro. Pensé en cuantos mandamientos estaba desobedeciendo y los ave maría que
necesitaría para mi reconciliación con Dios. Nadie mejor que la madre superiora
como intermediaria para el perdón, aunque su situación ante el todopoderoso era
peor que la mía. Seguimos follando hasta que unos ángeles con liras y trompetas interpretaron I can´t help falling in love with you en una versión parecida a la de Eels y alcanzamos el éxtasis coreando el
estribillo abrazados. La madre superiora apartó mi flequillo empapado y me
susurró al oído:
—¿Quieres que lo repitamos en mi celda?
— ¡Si quiero! – grité con todas mis fuerzas
— ¡Pues claro que quiero! –reiteré por si no había quedado
claro.
El cura me miró con cara de asombro. A mis espaldas, los
murmullos de los invitados se elevaban por encima del sonido del órgano
que desafinaba la marcha de Mendelssohn. Eva
sonrió, en cambio, su padre se encaminó hacia la
salida mientras me dirigía un gesto con el dedo índice moviéndose alrededor del
cuello. Coincidió mi exclamación con la pregunta que el párroco había
dejado en el aire:
— Francisco, ¿Quieres recibir a Eva como esposa, y prometes
serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y,
así, amarle y respetarla todos los días de tu vida?”.
Hola Jose,
ResponderEliminar!Vaya imaginación! si no no he captado mal, Eva fue pan comido en esa despedida de soltero. !Mucha suerte en el tintero!
Saludo
No sé si fue pan comido, desde luego el protagonista da el sí quiero de una forma poco ortodoxa. Gracias por pasar y comentar.
EliminarJosé, te había dejado comentario. Se han borrado todos. ¿Qué pasó?
ResponderEliminarPues si, se han borrado todos. No sé exactamente, creo que tiene que ver con Google+, no sé si va a desaparecer o algo parecido. De todas formas no me hagas mucho caso porque no estoy demasiado enterado.
EliminarA great post. I love your blog! < 3
ResponderEliminarI am following you and invite you to me
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