El padre Andrés finalizaba la homilía y se disponía a
celebrar el sagrado sacramento del matrimonio. Los asistentes permanecían en
silencio, deseando que llegara el momento de dar los votos matrimoniales.
Muchos, entre ellos yo, teníamos la mente deambulando por lugares bastante
alejados de la casa de Dios. El problema es que yo era el novio.
Mientras las palabras del cura se perdían con la clásica
reverberación eclesiástica entre santos, vírgenes y velas, yo aprovechaba el
momento de estar sentado para descansar de mi tremenda resaca. Me giré hacia el
lado izquierdo para ver el sector donde se encontraban mis invitados, notablemente
inferior en número al de mi prometida. Obvié la familia
directa con una rápida y postiza sonrisa y mi vista se posó en el último
banco. ¡Menudo panorama! tras mis tías solteronas, Joaquín, Juan Carlos y
Jorge, mis amigotes. Los tres dormían la borrachera de la víspera con ronquidos
educados, procurando no molestar a los demás asistentes. También eché un
vistazo rápido a los convidados de Eva: una colección de rostros uniformados
con el mismo rictus de complacencia contenida.
El semblante disgustado de su padre desentonaba entre tanta fingida
benevolencia. Giré bruscamente la cabeza
hacia el presbiterio tratando de evitar un duelo de miradas. Seguí embobado,
oyendo de fondo las antífonas desafinadas que canturreaban los concurrentes
dirigidas por el padre Andrés.