En mi habitación tengo un
televisor y un espejo. También un ordenador y una ventana desde la que veo el
campanario. Un magnetófono y una radio. Una guitarra y muchos libros. Sin
orden, y esparcidos por el resto de la vivienda, cientos de objetos que no
utilizo y ropa que dicen pasó de moda, como yo, que también estoy en desuso.
Por supuesto no me faltan electrodomésticos ni agua corriente o electricidad.
Acumulo latas de comida a medio acabar y el suelo está repleto de colillas,
ceniza y botellas vacías. Dos de las habitaciones son prácticamente
inaccesibles: montañas de recuerdos míos y de desconocidos, figuras de
porcelana, cuadros, aparatos rotos y sin
romper, muñecos, zapatos, colchones en vertical porque en horizontal ya no
caben, muebles sin valor... Un verdadero mercado de bajo coste. Mis
mascotas son espontáneas y nunca sé cuántas tengo: cucarachas que salen de las
grietas por la noche y se esconden durante el día.
Únicamente la habitación de mis
padres y la mía permanecen intactas. La de ellos con la cama y las mesillas de
noche impolutas. Imagino que no les hace gracia ver su piso atiborrado y
como buen hijo, acepto su silente petición y mantengo su dormitorio ajeno a mis obsesiones.
Me gusta asomarme a la
ventana a las horas en punto y escuchar las campanadas. Veinticuatro
veces cada día, ciento cincuenta y seis tañidos registrados en algún
magnetófono como el mío, porque las campanas no se mueven. Sí lo hacen las
gaviotas y las palomas que escapan del tejado del campanario volando
espasmódicamente sobre la calle mayor, buscando alguna repisa donde reposar su
agitado corazón.
A mí también me gustaría volar y
no regresar jamás. Cruzar la calle mayor y la menor y ver los tejados alejarse,
y el campo o el mar. Pero estoy encadenado a esta ciudad, a esta habitación.
Condenado a la suciedad que fabrico y que se acumula a mi alrededor. Alguna
vez me he quedado dormido sobre las inmundicias que yo mismo fabrico,
acompañado de mis mascotas que, cada noche, cuando suenan las diez o las once, completan
una orgía gastronómica con mi basura.
Las pocas veces que salgo a la
calle sufro de terribles mareos, taquicardias y ansiedad. Se me nubla la vista
y se me seca la boca. Compro comida suficiente para un mes y recojo con fatiga
y angustia objetos inservibles que paradójicamente sirven para calmar mis
trastornos.
Vivo únicamente con mis padres que
se han adaptado a mis obsesiones igual que yo acepto su mutismo. En
cambio, mis vecinos se quejan del hedor que invade la comunidad y siempre nos
increpan e insultan a escondidas. Calman su rabia e impotencia con gritos e improperios que se quedan flotando en
el descansillo de la escalera. No recibimos apenas visitas. En los dos últimos
meses, únicamente una pareja de la guardia urbana se ha atrevido a pulsar el
timbre para mostrarme un requerimiento municipal. Abrí la puerta y les
invité a pasar. El más joven, superado por el fuerte y desagradable olor, vomitó
sobre el felpudo de la entrada. El otro me tendió la denuncia en la que había
estampada la firma de todos mis vecinos y me dijo con voz autoritaria que tenía
un breve plazo para vaciar el piso y eliminar el insoportable olor y las
inmundicias que ponían en riesgo la salud de la comunidad.
– Si quiere usted vivir con toda
esa basura debería vivir aislado. Le recomiendo que acuda a su médico y
permita que el ayuntamiento se encargue de la limpieza de la vivienda.
No respondí, simplemente asentí
con la cabeza para zanjar su monólogo y ganar tiempo para desvincularme de mis
recuerdos. Cerré la puerta con suavidad dejando entrever mi aceptación y
sumisión a su mandato.
– No lo olvide, antes de una semana
volveremos por aquí para asegurarnos de que acata las órdenes y empieza a vivir
como las personas decentes.
Me dolieron sus últimas palabras.
¿Acaso no era yo decente? ¿Cuántos de mis vecinos se podían considerar mejores
que yo o llevaban una vida más decente? ¿Era más decente el señor del quinto
que acumulaba una gran fortuna con la que jamás podría tener ningún
vínculo o cariño, más allá de lo que la imaginación le permitiera hacer con
ella?, ¿o la señora del tercero que estaba liada con el del segundo, ese que
maltrataba a su mujer y sonreía con sus ¡buenos días o noches! mostrando
sus encías enrojecidas? De todos podría reprochar su falta de sentido en la
convivencia. La hipocresía hace que los gestos de amabilidad se pierdan en
cuanto cierran la puerta y se comportan realmente como son.
Los vínculos afectivos por mis
objetos no me convierten en un indecente. ¿Es en todo caso más humano el que
entierra a sus seres queridos olvidándolos en un cementerio al que tan solo
acude una vez al año a depositar flores y tranquilizar su conciencia?
Yo cada día hablo con mis pobres
padres, les explico mis vivencias, escasas debido a mi reclusión, mis
inquietudes o anhelos. Siempre son largos monólogos ininterrumpidos, sin
quejas ni reproches por su parte. Me gustaría que fuera un diálogo,incluso
sentir su desaprobación en algunos temas, pero desde hace años se limitan
a permanecer tumbados en su cama y hacer como que escuchan mis interminables
lamentos, sin inmutarse, con la mirada perdida y ajenos a mi voz y al tañer de
las campanas.