viernes, 31 de mayo de 2019

VÍNCULOS



En mi habitación tengo un televisor y un espejo. También un ordenador y una ventana desde la que veo el campanario. Un magnetófono y una radio. Una guitarra y muchos libros.  Sin orden, y esparcidos por el resto de la vivienda, cientos de objetos que no utilizo y ropa que dicen pasó de moda, como yo, que también estoy en desuso. Por supuesto no me faltan electrodomésticos ni agua corriente o electricidad. Acumulo latas de comida a medio acabar y el suelo está repleto de colillas, ceniza y botellas vacías. Dos de las habitaciones son prácticamente inaccesibles: montañas de recuerdos míos y de desconocidos, figuras de porcelana, cuadros, aparatos rotos y  sin romper, muñecos, zapatos, colchones en vertical porque en horizontal ya no caben, muebles sin valor... Un verdadero mercado de bajo coste. Mis mascotas son espontáneas y nunca sé cuántas tengo: cucarachas que salen de las grietas por la noche y se esconden durante el día.

Únicamente la habitación de mis padres y la mía permanecen intactas. La de ellos con la cama y las mesillas de noche impolutas.  Imagino que no les hace gracia ver su piso atiborrado y como buen hijo, acepto su silente petición y mantengo su dormitorio ajeno a mis obsesiones.

Me gusta asomarme a la ventana a las horas en punto y escuchar las campanadas. Veinticuatro veces cada día, ciento cincuenta y seis tañidos registrados en algún magnetófono como el mío, porque las campanas no se mueven. Sí lo hacen las gaviotas y las palomas que escapan del tejado del campanario volando espasmódicamente sobre la calle mayor, buscando alguna repisa donde reposar su agitado corazón.

A mí también me gustaría volar y no regresar jamás. Cruzar la calle mayor y la menor y ver los tejados alejarse, y el campo o el mar. Pero estoy encadenado a esta ciudad, a esta habitación. Condenado a la suciedad que fabrico y que se acumula a mi alrededor. Alguna vez me he quedado dormido sobre las inmundicias que yo mismo fabrico, acompañado de mis mascotas que, cada noche, cuando suenan las diez o las once, completan una orgía gastronómica con mi basura.

Las pocas veces que salgo a la calle sufro de terribles mareos, taquicardias y ansiedad. Se me nubla la vista y se me seca la boca. Compro comida suficiente para un mes y recojo con fatiga y angustia objetos inservibles que paradójicamente  sirven para calmar mis trastornos.
Vivo únicamente con mis padres que se han adaptado  a mis obsesiones igual que yo acepto su mutismo. En cambio, mis vecinos se quejan del hedor que invade la comunidad y siempre nos increpan e insultan a escondidas. Calman su rabia e impotencia con  gritos e improperios que se quedan flotando en el descansillo de la escalera. No recibimos apenas visitas. En los dos últimos meses, únicamente una pareja de la guardia urbana se ha atrevido a pulsar el timbre para mostrarme un requerimiento municipal. Abrí la puerta y les invité a pasar. El más joven, superado por el fuerte y desagradable olor, vomitó sobre el felpudo de la entrada. El otro me tendió la denuncia en la que había estampada la firma de todos mis vecinos y me dijo con voz autoritaria que tenía un breve plazo para vaciar el piso y eliminar el insoportable olor y las inmundicias que ponían en riesgo la salud de la comunidad.

– Si quiere usted vivir con toda esa basura debería vivir aislado. Le recomiendo que acuda a su médico y permita que el ayuntamiento se encargue de la limpieza de la vivienda.

No respondí, simplemente asentí con la cabeza para zanjar su monólogo y ganar tiempo para desvincularme de mis recuerdos. Cerré la puerta con suavidad dejando entrever mi aceptación y sumisión a su mandato.

– No lo olvide, antes de una semana volveremos por aquí para asegurarnos de que acata las órdenes y empieza a vivir como las personas decentes.

Me dolieron sus últimas palabras. ¿Acaso no era yo decente? ¿Cuántos de mis vecinos se podían considerar mejores que yo o llevaban una vida más decente? ¿Era más decente el señor del quinto que acumulaba una gran fortuna con la que jamás podría tener  ningún vínculo o cariño, más allá de lo que la imaginación le permitiera hacer con ella?, ¿o la señora del tercero que estaba liada con el del segundo, ese que maltrataba a su mujer y sonreía con sus  ¡buenos días o noches! mostrando sus encías enrojecidas? De todos podría reprochar su falta de sentido en la convivencia. La hipocresía hace que los gestos de amabilidad se pierdan en cuanto cierran la puerta y se comportan realmente como son.

Los vínculos afectivos por mis objetos no me convierten en un indecente. ¿Es en todo caso más humano el que entierra a sus seres queridos olvidándolos en un cementerio al que tan solo acude una vez al año a depositar flores y tranquilizar su conciencia?
Yo cada día hablo con mis pobres padres, les explico mis vivencias, escasas debido a mi reclusión, mis inquietudes o anhelos. Siempre son largos monólogos ininterrumpidos, sin quejas ni reproches por su parte. Me gustaría que fuera un diálogo,incluso sentir su desaprobación en algunos temas, pero desde hace años se limitan a permanecer tumbados en su cama y hacer como que escuchan mis interminables lamentos, sin inmutarse, con la mirada perdida y ajenos a mi voz y al tañer de las campanas.