La luna alteraba la línea recta imaginaria formada por las farolas de la
calle. Le faltaban tres dedos para estar completamente
alineada. Pensé que sería otra noche de insomnio fumando en la ventana y
dialogando con el silencio. No fue así, por fin mis párpados cedían y caían
rendidos. Me acomodé con regocijo sobre las sábanas revueltas consiguiendo que el cerebro se
desconectara. Sentí entre sueños la dulce caricia de la almohada sobre el rostro.
Al principio, me relajó su tacto suave y mullido. De repente, noté cómo la dulce
caricia se había convertido en una fuerza extraña que me imposibilitaba
respirar. No podía gritar, mis llamadas de auxilio se ahogaban entre las plumas
de la almohada. Alguien oprimía el cojín contra mi cara. Un sonido seco y
apagado relajó mis músculos, destrozándome la garganta. El sabor a metal y el olor
a pólvora me sumieron, ahora sí, en un profundo y definitivo sueño. Las plumas
volaban a mi alrededor y caían lentas sobre la cama. El humo del disparo se
desvanecía como las nubes que intentaban ocultar la luna. Antes de que el sueño
eterno se apoderase de mí, disparé sin una diana a la que apuntar y sentí sobre las piernas el peso de un cuerpo que se desplomaba. No pude evitar
mi muerte y sólo conseguí el pasaporte al infierno.