He llegado a la edad en que los recuerdos pesan más que el propio cuerpo y
el futuro es tan sólo un tiempo verbal. Perdí mi agilidad hace tiempo y ahora
arrastro mi sombra con ayuda de un bastón y un brazo amigo. Mi cabeza sigue
lúcida y mi vista casi intacta. El médico dice que el corazón me late a un
ritmo constante, sin sobresaltos.
La felicidad la encuentro en la quietud de fotos amarilleadas, mientras la
vida discurre sembrando achaques y nostalgias. Los días son rutinas grises cubiertos
de una pátina opaca, sin rendijas para que se cuele la ilusión. La televisión o
algún libro, cuando tengo fuerza y ganas, se ocupan de distraer mis
preocupaciones y aligerar los días. Tan solo la visita de mis hijos y nietos,
los fines de semana, alumbran tímidamente la oscuridad.
Tengo la sensación de vivir en una pequeña sala de espera atendida por
funcionarios celestiales. Imagino a unos querubines rascándose entre las nalgas
o aleteando entre cientos de folios sin importarles mi desazón. Sentado en una incómoda
silla, escondo un papelito que indica el turno, arrugado y apretado entre mi
mano y el cayado. Rezo silenciosamente para no ser el siguiente, para que el
número que se ilumine en la pantalla no coincida con el mío.
Hace dos días, la muerte me envío un Whatsapp felicitándome el cumpleaños
con divertidos emoticonos de guadañas que guiñaban un ojo. No había más texto,
simplemente la felicitación. No sé utilizar las nuevas tecnologías, la chica
que comparte mi vida durante el día fue la que, sorprendida por el remitente,
me mostró el mensaje.
Ese mismo día tenía una comida con mis hijos para celebrar mi aniversario.
Les comenté la broma de mal gusto que había recibido y no le dieron demasiada importancia.
Ellos todavía no ven el precipicio, el vacío, la negrura que a cierta edad
empieza a teñir los días. Intentaron averiguar el teléfono de quien lo enviaba,
saber quién era el remitente. Imposible, no había opción, tras un número oculto
se debía esconder un bromista con poca gracia. Aprovecharon la circunstancia
para explicarme cómo se utiliza la maldita aplicación. Reímos sobre la
pintoresca imagen de un anciano con boina y bastón enviando textos y estúpidas
caritas.
A mis años eres consciente, aunque intentes olvidarlo, de la cercanía de la
muerte. Hay días en que asumes tu finitud e, incluso, tienes ganas de dormir y
no despertar, sin dolor, quizá lo que más me aterra es el sufrimiento. El
mensaje de la muerte me acercó más al horizonte que hace tiempo acaricio. Mi
religiosidad se ha multiplicado exponencialmente y no hay día en que no rece
tres o cuatro veces. La comunicación con Dios es fluida pero unidireccional.
Desearía respuestas, no tan solo larguísimos monólogos de expiación.
La soledad me atemoriza tanto como la muerte. Las noches, cuando mi
cuidadora me deja acostado y me da un beso sin sentimiento, son un suplicio. Pensamientos
grises y recuerdos desfigurados me torturan durante horas. Llevo varias noches en que el mensaje de
felicitación se pasea entre mis pesadillas. Cuento guadañas en vez de ovejas.
Me levanto varias veces, algunas para orinar, otras para beber, por dolor y, a
veces, simplemente por la imposibilidad de conciliar el sueño.
Ahora sé que el remitente no es un bromista, es la propia muerte que ha
querido avisarme de su llegada. Ayer sentí el abrazo de una soledad profunda,
quizá una premonición de la soledad futura, de huesos, de los restos de un alma
aventada entre los escombros del día.
Hubiera deseado despedirme, besar a mis hijos y nietos, pero a pesar del
aviso de la dama de negro nunca hay una certeza del final. Esta noche la he
visto paseándose alrededor de la habitación, silenciosa y con cierta elegancia.
Ha asomado tímidamente la cabeza y creo que me ha guiñado un ojo, como los
emoticonos de su mensaje. He apretado la medalla que llevo colgada para
avisar en caso de urgencia. También he intentado llamar a mis hijos, pero no he
tenido fuerzas para marcar el número.
Ahora oigo la sirena de la ambulancia, quizá demasiado tarde. Hay un
cierto bullicio en la habitación, gente que entra y sale .Escucho la voz de mis
hijos distorsionada. La oscuridad reina por fin y el silencio absoluto me
desconecta de los llantos inconsolables de mis queridos hijos.
Recobro la consciencia. Ha desaparecido la oscuridad. Una agradable luz ilumina una
infinita llanura blanca, aséptica, un vacío tridimensional. No hay horizonte,
ni nubes, ni caminos o carreteras, ni flores o árboles. No hay nada. Me siento
como un insecto extraviado en un enorme bidón de espuma.
Voy vestido con el traje de los domingos, con boina y el bastón que apoyo sobre
la blanca ingravidez que me rodea .Permanezco inmmóvil buscando una sombra que
certifique mi existencia.
Un pitido insistente y la vibración exagerada del móvil que guardo en el
bolsillo me avisan de la recepción de un mensaje. Con la parsimonia de un
anciano torpe y desorientado, abro el dichoso mensaje: