El hombre de traje gris abandonó contrariado el aula. Los sueños de
conquistar a la chica rubia de la primera fila eran una quimera que enturbiaba
su aparentemente ordenada vida. En la calle, la lluvia arreciaba y los carteles
de neones anunciaban felicidad enfrascada en bebidas edulcoradas. Quizás la
felicidad fuese tan solo el cosquilleo de unas burbujas dulces o un eructo
prolongado.
En la esquina de Cheshire con Lyme, la silueta de un gato sonriente aparecía
y desaparecía alternando luces rojas y azules, aunque la sonrisa permanecía en
verde. Entró en el bar, se acomodó en la barra
y solicitó una bebida sin la dicha anunciada, pero con el suficiente
alcohol como para conseguir un espejismo.
—Trae mala cara, amigo. No encontrará lo que busca en el fondo de ese vaso.
—No suelo tratar de amigos a los desconocidos, pero no se preocupe, no
busco nada en concreto, es únicamente una forma de matar el tiempo.
—Yo hace tiempo que lo asesiné, y ya ve, los días se han convertido en un
bucle infinito.
—La maldita rutina.
—No es tan sencillo, amigo. Usted lleva meses viniendo cada día puntual a
las seis, y tras cuatro tragos, me hablará de la adolescente de cabellos
dorados y su imposible amor.
El hombre de traje gris palideció, apuró su cuarto trago y volvió a hablar
de la chica rubia. Pagó y se despidió tambaleándose. El camarero le devolvió el
saludo quitándose el sombrero. Afuera
persistía la lluvia. La ciudad no dormía, empapada de oscuridad y soledad.
Esperó junto al semáforo a que cambiara a verde. Solo tenía que esquivar el
charco formado junto al sumidero anegado, pero la inestabilidad le hizo pisarlo
con fuerza. Cayó por un profundo e interminable cilindro hueco rodeado de agua
sucia sobre la que flotaban fotografías y dibujos de ángeles y demonios. Tortugas,
conejos, liebres y un extraño pájaro caían junto a él y le hablaban del hermoso
bosque, la cascada y el río que encontraría al llegar al final. Imaginó que los
efectos del alcohol habían sobrepasado esta vez todo lo deseable, pero
asiéndose a la impalpable irrealidad, suspiró por un suave aterrizaje.
La noche y la oscuridad parecían haberle acompañado en su viaje etílico. El
gato de Cheshire le guiñaba un ojo mientras se fundía en negro y desaparecía
definitivamente. No había farolas, ni luces en las ventanas, ni neones. No
llovía, ni la gente deambulaba extraña entre reflejos del asfalto mojado. Se
hallaba en una nada negra sin límites visibles, únicamente el bar donde había
estado no hacía mucho, flotando en una nube de fantasía. El camarero le volvió
a saludar con una irónica reverencia a la vez que volteaba su sombrero.
—Puntual como siempre, amigo
—¡Olvídeme!
—¿Le pongo otro trago? ¿O prefiere una de estas galletitas para asentar el
estómago?
Cogió una galleta y comió un pedazo. Quizás tenía razón aquel camarero atrevido
y necesitaba asentar el estómago y aclarar la mente; tenía que salir de esa
pesadilla sin sentido. A la vez que comía sentía como su cuerpo envejecía con la misma velocidad que masticaba. Sus manos
temblaban y las piernas apenas le sostenían.
—¿Tiene un espejo?
—No le gustará la imagen. Pruebe estas otras galletas, le sentarán mejor
que ver su reflejo.
Accedió a probar las otras galletas. Una sorprendente vitalidad invadió su
cuerpo. Se acarició el rostro y sintió la tersura de su piel.
—Oiga, ¿me puede servir una bebida edulcorada como las que se anuncian ahí afuera?
—¿Ahí afuera? Espere a que amanezca y comprobará que no hay nada que valga
la pena.
—¿Cuándo amanezca? Entonces, no le volveré a ver.
—Pues no, ya sabe, nuestros encuentros son a las seis.
El hombre de traje gris se había transformado en un chaval con un sueño que
ahora podría realizarse. Acodado en la barra, durmió pensando en la niña
inalcanzable y en los bosques, cascadas y ríos de los que le habían hablado.Y amaneció.
No había bar, no había camarero, ni siquiera había sol. El chaval de traje
gris permanecía tendido sobre la arena, desperezándose de un profundo sueño. Se
incorporó con energía, dispuesto a aprovechar su regalada juventud y contempló
con melancolía el paisaje que le rodeaba. El bosque era un desierto y el río un
simple cauce arenoso en cuya orilla se apilaban los cadáveres de unicornios y
dragones rodeados de moscas azules. Las cascadas estaban secas y los lagos eran
enormes extensiones de tierra cuarteada. Se había convertido en un hombre de
piedra, una masa dura y cuarteada como la tierra seca de los lagos; su corazón,
un pequeño guijarro incapaz de sentir.
Buscó una sombra inexistente en aquel páramo gris. Divisó el esqueleto de
un árbol en un horizonte cercano y decidió acercarse para reposar junto a él. Un
cuerpo colgaba de una de sus ramas negras. Era el cadáver de una joven que
ocultaba el rostro tras una larga melena de oro. Estaba desnuda y su palidez
resplandecía entre los grises de un desierto sin sol. Apartó un mechón de sus
cabellos y reconoció la cara de la princesa, su princesa. Su corazón se deshizo
y se convirtió, como su cuerpo, en polvo y arena, perdiéndose en el desierto de
la fantasía.
—¿Otro trago, amigo?
Afuera había dejado de llover. Los carteles de neones seguían anunciando
felicidad a precio de saldo.