jueves, 15 de octubre de 2020

ARAÑA Y MOSCAS




 


   Llueve. Me gusta el sonido de la lluvia. Y el olor después de la tormenta. Dicen que los aromas conectan con las emociones. No puedo asegurarlo. Me entretengo contemplando los transeúntes cobijados bajo paraguas o chubasqueros mientras espero que suene el timbre. Ya pasan diez minutos de la hora acordada. Un par de moscas aletean pesadas alrededor de mi cabeza. Su zumbido es molesto, interfiere en los acordes de Nick Cave. Suena el móvil. Se retrasará cinco minutos más. No hay problema, tengo toda la tarde libre.

   Llaman con insistencia, seis veces, tal como habíamos acordado. No es tan guapa como en las fotos de su blog. Nos damos un par de besos a modo de presentación y le invito a pasar. Le ofrezco asiento en el sofá, frente al ventanal que trasluce una impresionante panorámica de la ciudad. Ha dejado de llover. Accede a tomar una copa de cava. Parece una persona culta, se interesa por las fotografías y cuadros que decoran la sala, también hace algún comentario sobre alguno de los cientos de libros que descansan sobre una estrafalaria estantería. ¿Qué le habrá llevado a dedicarse a la prostitución? Se quita la blusa y la deja con cuidado sobre una silla. Seguramente se ha aburrido de mis respuestas monosilábicas. También se desprende de la falda, del sujetador y de las bragas. Parece no disimular su interés por un dinero rápido. Se acerca hasta mí y me acaricia el pelo. Tiene un cuerpo bonito, quizás unos pechos demasiado pequeños. Los aprieta contra mi espalda. Consigue que me tumbe en el sofá y se sienta a horcajadas. Apoya su cabeza junto a mi barbilla y la única vista que tengo es el techo. Por cierto, necesita una capa de pintura. En una esquina observo una araña oscilando, colgada de un hilo imperceptible. Bajo la cabeza y vuelvo a mirar a la  chica. Con cierta habilidad se deshace de mi camisa y acerca de nuevo su rostro al mío.

   — ¿Cómo me dijiste que te llamas, guapo?

   Su voz es desagradable, aunque intente ponerle un tono dulce. Por supuesto, no le voy a dar mis datos. Me repugna que añada la coletilla de guapo.

   — ¡Qué más da! Elige tú misma un nombre.

   Parece sorprendida por la respuesta. Pone cara de pasmo e intenta reconducir la conversación acariciándome las orejas.

   —Carlos. Me encanta. Mi primer novio se llamaba Carlos.

   A veces las cosas se tuercen sin más, sin apenas motivos. Tengo a la chica dispuesta. No ha sido barato, pero de consumarse, hubiera valido la pena. Lástima que hable. Debería amordazarla para silenciar su curiosidad o el afán de quedar bien o yo qué sé,  pero que calle de una puta vez.

   —Mala elección. Mi padre también se llamaba Carlos. Un grandísimo hijo de puta.

   La imagen de mi padre envuelto en un plástico empapado me viene a la memoria. ¡Pobre hombre!, jamás se encontró su cuerpo. Mi madre murió pensando que la había abandonado. Llovía, como hoy. Charcos, barro y sangre son los últimos recuerdos del gran cabrón.

   —Lo siento. Bueno,...te llamaré Jorge. ¿Qué te parece?

   —No se admiten cambios. El azar no ofrece segundas oportunidades. Eres tú la que te has  interesado por ponerme un nombre y te ha tocado la lotería. ¡Disfrútala!

   — ¿Qué quieres decir? Vamos, hombre. Tan sólo es un nombre.

   — Estúpida puta.

   No tengo ganas de prolongar una conversación que ya ha fracasado. Su rostro cambia de color al verme con el revólver apuntando a su cabeza.

   — ¿Quieres un cigarro?

   — ¿Qué vas a hacer? Es una broma ¿no?

   No suelo bromear, tendría que haberlo adivinado en mi expresión. He intentado ser cortés ofreciéndole la posibilidad de fumar su último cigarro.  Apuro la copa de cava y enciendo el cigarro que ella no se ha querido fumar.

   Las moscas vuelven a  revolotear ajenas a la macabra escena que ha sucedido bajo sus alas. Su zumbido se detiene, atrapadas por la pegajosa seda de la araña que sigue tejiendo su trampa mortal. El humo de mi cigarro enturbia la imagen y obvio a las malditas moscas para concentrarme en la prostituta que yace en el sofá. Tres agujeros en la cabeza forman un perfecto triángulo sangriento. El azar incrustado en la frente de la puta que aún conserva la cara de asombro. Ni siquiera me dijo su nombre. Espero por su bien que Marcos, el amigo que me ha prestado el apartamento, tenga un seguro de incendios.

   Lanzo la colilla encendida a una papelera rebosante de facturas, cartas y papeles sin interés. Vacío una lata de gasolina extendiéndola por todo el apartamento. No tenía intención de usarla, pero nunca se sabe que atajos tomará la casualidad.

  Un último vistazo antes de abandonar el apartamento me ofrece una curiosa imagen: la araña relamiéndose al ver sus presas tostadas sin intuir que ella morirá también abrasada, condenada por la lujuria de una mujer que jamás había visto.