martes, 15 de junio de 2021

HISTORIETA


 




—Papá, cierra los ojos y dime qué ves.

—Pues nada, cariño, ¿qué quieres que vea?

    Sobre un asfalto arrugado y gris, un caracol apura un cigarro mientras espera que cambie el semáforo. Coches planos rugen su impaciencia escupiendo humo blanco o gris, con onomatopeyas escritas en mayúsculas que traslucen un horizonte de edificios apenas difuminados. En un cielo de azul homogéneo, un círculo amarillo parece el destino de unos borrones negros que simulan pájaros de alas estáticas. Un superhéroe extraviado, ataviado con ropa estrafalaria y una capa ondulante, saluda a los atónitos transeúntes. Una eterna exclamación admirativa se prolonga sobre bocas abiertas y ojos desorbitados.

—Yo sí que veo.

—No, en todo caso, imaginas o recuerdas. Todos esos tebeos que has releído tantas veces ocupan demasiado espacio en tu pequeño cerebro.

—Prueba otra vez, papá, seguro que esta vez lo consigues.

—Vaaale. Apretaré los ojos con mucha fuerza.

   Gris, blanco, negro. Nada. El ruido exterior e interior construyen un muro infinito y apagado, sin emoción. Un vacío perpetuo. 

— ¿Has visto algo?

— No, creo que ya va siendo hora de dejar los jueguecitos y que cierres los ojos... pero para dormir.

— ¿Crees que tengo una especie de superpoder, papi?

   El padre besa en la frente al hijo sin responder.

—¡Buenas noches!

—¡Buenas noches, papá!

    El padre cierra la luz. A través de la ventana, un inmenso sol apagado se funde en un horizonte irreal.  La planicie anaranjanda oculta el desastre ocurrido hace años. Ratas y cucarachas parpadean evitando los últimos destellos de la luz agónica de un fluorescente que chisporrotea en la más absoluta oscuridad. Dios, derrotado, babea un whisky barato mientras el diablo recoge las ganancias de la partida de póker ganada al Altísimo: almas demasiado baratas que poblarán este planeta condenado a la extinción. Una rosa solitaria dibuja una sombra delgada en un pedazo de arena y se erige en reina de la belleza efímera. Mañana no estará. Mañana tan solo es la forma de nombrar al futuro más inmediato: un futuro enredado entre cables y sueros, reflejado en baldosas blancas y ocres desconchadas, un futuro demasiado caro, comprado a plazos con seguros impagables.

   El padre se acuesta junto al hijo. La oscuridad es intermitente como el dolor, no el físico, el del alma, esa que Dios prefirió apostar con cartas perdedoras.

  El niño mantiene los ojos cerrados, pero no duerme. El calor imposibilita alcanzar ese descanso merecido.

—Papá, ¿cuándo volveremos a casa?

   El padre finge dormir para no responder.

— ¿Estás dormido de verdad?

   Sigue sin recibir respuesta, pero no se da por vencido.

—Papá, ¡aprieta más los ojos y conseguirás ver como yo!

—Va, cariño, duerme.

   El niño comprime los ojos, quiere ver, usar su superpoder para volar y reír, para navegar, para gritar, para abrazar. Para sentir.

   El horizonte, de nuevo, se puebla de edificios de ligeros trazos, ventanas de cuatro líneas y chimeneas pobladas de cigüeñas blancas o negras. Decenas de señores con o sin sombrero se saludan efusivamente mientras pingüinos con abrigo soportan un frío que gotea cubitos de una tubería oxidada. El hambre se sacia con bocadillos imposibles de trompa de elefante o cabeza de cerdo. En el 13 de una calle con nombre de crustáceo de roca, un tendero engaña a una anciana con burdas triquiñuelas y un ladrón se ufana del robo de un buzón. Dos gemelos presentan sendos suspensos que les impiden conseguir el vale para la rueda trasera de una flamante bicicleta. Un hombre, embutido en un traje rojo, azul y delgadas líneas negras, se columpia entre enormes rascacielos. La alegría encuadrada en una viñeta, en un papel descolorido, en los restos de viejos tebeos olvidados. 

— ¿Lo has visto, papi?

—Nooo. Venga, duerme y deja de imaginar.

   Se calla, pero busca la mano de su padre, sudada e inquieta, y la entrelaza.

   La silueta de un hombre a caballo se dirige hacia un sol furioso y enrojecido. Tres notas negras vuelan por encima de su cabeza. Canta melancólico el adiós de una aventura. Un gordo con pantalón de rayas azules y blancas afila sus puños golpeando romanos. A lo lejos, una bruja amenaza con su sempiterno paraguas a un perro pulgoso que orina en una farola. Un joven rubio de tupe enlacado charla con la oronda soprano que se pierde entre bastidores.

   Se ha levantado una brisa agradable, pero provoca que la puerta golpee de tanto en tanto. Una enfermera entra en la habitación para cerrar las ventanas y revisar las constantes del niño. No hay nadie: ni el padre ni el hijo. Tan sólo un viejo tebeo que el viento hojea con dulzura. Una enorme viñeta muestra a un señor y un chaval abrazados frente a un mar imposible; sobre ellos, una majestuosa luna  se refleja en un mar de trazos gruesos y olas oscuras. Sobre el niño se abre un bocadillo de diálogo: lo conseguimos.

 



lunes, 15 de febrero de 2021

RIGOBERTA


 




Rigoberta era la típica marciana, verde, con cabello rubio y ojos azules con brillo de mar. Su cuerpo estaba cubierto de finas escamas y un suave vello agradable al tacto, pero  lo que más me fascinaba era el precioso ojo situado en la nuca, el tercer ojo, que le proporcionaba una visión de casi trescientos sesenta grados.

Nos conocimos en una manifestación marcianista. Miles de terrícolas y marcianos reclamando derechos extraviados en las alcantarillas de un poder invisible. Los marcianos llevaban años conviviendo con nosotros sin poder disfrutar de plena igualdad. Marginados por su color y aspecto, malvivían en suburbios alejados del centro de Barcelona o cualquier otra gran ciudad.

Acudimos varios amigos comprometidos con la causa y sin demasiadas cosas que hacer. Delante nuestro, varias marcianas agitaban banderas y coreaban improperios con voces metálicas y un dulce acento del sur de Marte. Yo codeé a uno de mis colegas y le mostré con un gesto visual el culo de Rigoberta. Espectacular, me dijo, dividiendo la palabra en sílabas y regodeándose en el hermoso trasero de la marciana. Olvidamos que nos estaba viendo con su ojo posterior e intentamos camuflar nuestra estupidez uniéndonos a los cánticos que clamaban cada vez con más fuerza.

No pude apartar la mirada de ese ojo hipnótico durante largo rato. Un ligero pestañeo, quizás provocado por el humo de un cigarro, lo interpreté como un guiño. Me adelanté a mis compañeros situándome junto a las jóvenes marcianas y comencé una torpe  conversación con ellas, convenciéndolas de vernos después de la manifestación. Sólo acudió Rigoberta. Mis amigos saludaron y se esfumaron caballerosamente.

Quedamos varias veces antes de invitarme a su minúsculo piso. Me ofreció una bebida que no reconocí y sin dejarme apenas probarla preguntó con aire autoritario: ¿follamos? Con Rigoberta todo sucedía demasiado deprisa. Conociendo la longevidad de los marcianos, no me explicaba su celeridad, como si el mundo finalizara al día siguiente.

Me cogió entre sus brazos como si fuera el galán de una película en su noche de bodas, representando yo el papel de novia, mientras ella abría de una patada la puerta de la habitación. Me lanzó con suavidad al camastro y se deshizo de su ligera ropa. Sus tres pechos verdes se balanceaban ante mi atónita mirada. Me dio la espalda mientras dejaba su ropa plegada sobre una silla. Su tercer ojo, el de la nuca, no me dejaba ni un segundo de intimidad. Su verde y escamada desnudez se deslizó suavemente sobre mi rígido cuerpo y con un gesto veloz noté que estaba en su interior. Su boca se abrió y empezó a emitir agudos sonidos y extraños jadeos. Era la primera vez que mi pareja llegaba al orgasmo antes que yo. Cayó derrotada junto a mí sin que me hubiera dado tiempo de utilizar ni uno de mis escasos secretos amatorios.

 — ¿Me quieres?

Se me cayó el cigarro sobre la cama. Un agujero bordeado por una circunferencia pardusca  sobre el blanco impoluto de las sábanas era mi firma y la respuesta muda a una pregunta que consideré precipitada.

Nos casamos a los dos meses. No supe decir que no y aunque tampoco di mi consentimiento Rigoberta interpretó mi silencio como una afirmación. Y mi vida se aceleró. Nos hipotecamos en treinta años y en seis, tuvimos cuatro hijos: tres niñas y un niño. La mayor nació tan verde como Rigoberta y decidió ponerle su mismo nombre. La segunda era pálida, como yo, y escogió Luna. La menor de las niñas, María, por supuesto también era verde. El niño fue una terrible mezcla de franjas verdes y blancas y aunque de mutuo acuerdo lo inscribimos como Sergio, todo el mundo le llamaba Betis.

Nos queríamos, es decir, supongo que ella me quería, yo jamás supe definir lo que sentía por ella. Siempre había sido demasiado sumiso y la vida, la suya, me estaba aplastando. Había perdido mi espacio, mi pausa, y mis indecisiones e inseguridades se habían convertido en respuestas rotundas que jamás pronunciaba pero que Rigoberta se encargaba de convertirlas en concesiones a sus deseos.

Teníamos en común veintiseis años de hipoteca y cuatro hijos coloridos -las niñas, ordenadas por edad, eran el orgullo de cualquier andaluz- Su prisa y mi calma no casaban bien, la vida es demasiado breve y Rigoberta tenía permanentemente pisado el pedal del acelerador. Debía frenar y decirle que nuestra relación no tenía, ni había tenido ningún sentido.

 ¿Separarnos?

Intercambiamos los colores, ella palideció y a mí me puso verde: hijo de puta, cobarde, mal padre, terrícola de mierda. Amagó con darme una bofetada  pero se arrepintió y me dio la espalda. Yo me agaché cobardemente, evitando el inexistente guantazo y perdí el equilibrio, cayendo ridículamente al suelo. Su impenitente ojo trasero me miraba con reproche, con odio, sin embargo, la oía sollozar. Era capaz de expresar varios sentimientos a la vez cuando yo era incapaz de mostrar alguno.

Me levanté junto a mi dignidad y me senté en el sillón. De nuevo, el silencio. Mi silencio. Encendí  la televisión para airear los pocos pensamientos que desfilaban por mi cerebro y el murmullo de un presentador anodino me adormeció. Noté en mi cabeza las caricias de una mano escamada y velluda, deliciosa en todo caso. Era Rigoberta, desnuda, buscando una reconciliación imposible. Se sentó a horcajadas sobre mi cuerpo y buscó su placer. Yo me encontré vacío, sin saber qué responder. Como siempre.