lunes, 15 de febrero de 2021

RIGOBERTA


 




Rigoberta era la típica marciana, verde, con cabello rubio y ojos azules con brillo de mar. Su cuerpo estaba cubierto de finas escamas y un suave vello agradable al tacto, pero  lo que más me fascinaba era el precioso ojo situado en la nuca, el tercer ojo, que le proporcionaba una visión de casi trescientos sesenta grados.

Nos conocimos en una manifestación marcianista. Miles de terrícolas y marcianos reclamando derechos extraviados en las alcantarillas de un poder invisible. Los marcianos llevaban años conviviendo con nosotros sin poder disfrutar de plena igualdad. Marginados por su color y aspecto, malvivían en suburbios alejados del centro de Barcelona o cualquier otra gran ciudad.

Acudimos varios amigos comprometidos con la causa y sin demasiadas cosas que hacer. Delante nuestro, varias marcianas agitaban banderas y coreaban improperios con voces metálicas y un dulce acento del sur de Marte. Yo codeé a uno de mis colegas y le mostré con un gesto visual el culo de Rigoberta. Espectacular, me dijo, dividiendo la palabra en sílabas y regodeándose en el hermoso trasero de la marciana. Olvidamos que nos estaba viendo con su ojo posterior e intentamos camuflar nuestra estupidez uniéndonos a los cánticos que clamaban cada vez con más fuerza.

No pude apartar la mirada de ese ojo hipnótico durante largo rato. Un ligero pestañeo, quizás provocado por el humo de un cigarro, lo interpreté como un guiño. Me adelanté a mis compañeros situándome junto a las jóvenes marcianas y comencé una torpe  conversación con ellas, convenciéndolas de vernos después de la manifestación. Sólo acudió Rigoberta. Mis amigos saludaron y se esfumaron caballerosamente.

Quedamos varias veces antes de invitarme a su minúsculo piso. Me ofreció una bebida que no reconocí y sin dejarme apenas probarla preguntó con aire autoritario: ¿follamos? Con Rigoberta todo sucedía demasiado deprisa. Conociendo la longevidad de los marcianos, no me explicaba su celeridad, como si el mundo finalizara al día siguiente.

Me cogió entre sus brazos como si fuera el galán de una película en su noche de bodas, representando yo el papel de novia, mientras ella abría de una patada la puerta de la habitación. Me lanzó con suavidad al camastro y se deshizo de su ligera ropa. Sus tres pechos verdes se balanceaban ante mi atónita mirada. Me dio la espalda mientras dejaba su ropa plegada sobre una silla. Su tercer ojo, el de la nuca, no me dejaba ni un segundo de intimidad. Su verde y escamada desnudez se deslizó suavemente sobre mi rígido cuerpo y con un gesto veloz noté que estaba en su interior. Su boca se abrió y empezó a emitir agudos sonidos y extraños jadeos. Era la primera vez que mi pareja llegaba al orgasmo antes que yo. Cayó derrotada junto a mí sin que me hubiera dado tiempo de utilizar ni uno de mis escasos secretos amatorios.

 — ¿Me quieres?

Se me cayó el cigarro sobre la cama. Un agujero bordeado por una circunferencia pardusca  sobre el blanco impoluto de las sábanas era mi firma y la respuesta muda a una pregunta que consideré precipitada.

Nos casamos a los dos meses. No supe decir que no y aunque tampoco di mi consentimiento Rigoberta interpretó mi silencio como una afirmación. Y mi vida se aceleró. Nos hipotecamos en treinta años y en seis, tuvimos cuatro hijos: tres niñas y un niño. La mayor nació tan verde como Rigoberta y decidió ponerle su mismo nombre. La segunda era pálida, como yo, y escogió Luna. La menor de las niñas, María, por supuesto también era verde. El niño fue una terrible mezcla de franjas verdes y blancas y aunque de mutuo acuerdo lo inscribimos como Sergio, todo el mundo le llamaba Betis.

Nos queríamos, es decir, supongo que ella me quería, yo jamás supe definir lo que sentía por ella. Siempre había sido demasiado sumiso y la vida, la suya, me estaba aplastando. Había perdido mi espacio, mi pausa, y mis indecisiones e inseguridades se habían convertido en respuestas rotundas que jamás pronunciaba pero que Rigoberta se encargaba de convertirlas en concesiones a sus deseos.

Teníamos en común veintiseis años de hipoteca y cuatro hijos coloridos -las niñas, ordenadas por edad, eran el orgullo de cualquier andaluz- Su prisa y mi calma no casaban bien, la vida es demasiado breve y Rigoberta tenía permanentemente pisado el pedal del acelerador. Debía frenar y decirle que nuestra relación no tenía, ni había tenido ningún sentido.

 ¿Separarnos?

Intercambiamos los colores, ella palideció y a mí me puso verde: hijo de puta, cobarde, mal padre, terrícola de mierda. Amagó con darme una bofetada  pero se arrepintió y me dio la espalda. Yo me agaché cobardemente, evitando el inexistente guantazo y perdí el equilibrio, cayendo ridículamente al suelo. Su impenitente ojo trasero me miraba con reproche, con odio, sin embargo, la oía sollozar. Era capaz de expresar varios sentimientos a la vez cuando yo era incapaz de mostrar alguno.

Me levanté junto a mi dignidad y me senté en el sillón. De nuevo, el silencio. Mi silencio. Encendí  la televisión para airear los pocos pensamientos que desfilaban por mi cerebro y el murmullo de un presentador anodino me adormeció. Noté en mi cabeza las caricias de una mano escamada y velluda, deliciosa en todo caso. Era Rigoberta, desnuda, buscando una reconciliación imposible. Se sentó a horcajadas sobre mi cuerpo y buscó su placer. Yo me encontré vacío, sin saber qué responder. Como siempre.