martes, 15 de febrero de 2022

JOYAS EN SOMBRA Y LUZ

 

Todo es luz. El cielo y las llanuras polvorientas  son pinturas amarillas sobre un lienzo sucio. Una  gasolinera, un restaurante y un hostal se agrupan formando un reducto de vida en un paraje atormentado.

Una joven pareja de recién casados  detienen su descapotable en la gasolinera para repostar y hacer  un pequeño receso en su trayecto, un camino idílico hacia una luna de miel lejana de donde se encuentran. El novio, engominado y con gafas de sol, aún conserva la camisa blanca de la boda, arrugada y con manchas de sudor y polvo. Ella, despojada del vestido blanco, viste unos vaqueros ajustados y una camiseta sin mangas. Sus respectivos anillos lanzan destellos dorados de un amor recién estrenado. Jóvenes ilusionados con futuros relucientes, como su compromiso incrustado en el dedo anular. El gasolinero, ataviado con un mono de trabajo grasiento y descolorido y con la piel envejecida por el sol, les obsequia con una sonrisa sincera y  casi desdentada , únicamente un diente de oro asoma amable. Mientras acaba su tarea,  les invita a que se refresquen en el restaurante.

Bajo el porche del hostal, un anciano balancea sus sueños en la vieja mecedora y contempla el discurrir de la vida disfrazada de turista extraviado.  Su torso desnudo muestra sin orgullo  la medalla de un Cristo al que ya no reza . Un ligero movimiento de su cabeza a modo de saludo y unas  sílabas ininteligibles son su bienvenida. 

En el bar, Noemí, una oronda caribeña con trasero sabrosón, tararea un bolero de cuatro compases mientras voltea un collar de perlas tan falsas como el Sorolla que cuelga olvidado en la pared del fondo. Les recibe efusiva, sirviendo un par de cervezas en copas dudosamente lavadas y una tapa de ensaladilla adornada con una mosca herida y unas amigas revoloteando. La vida parece haberse detenido en aquel lugar. Demasiada luz para vidas con tanta oscuridad.

Los novios apuran las cervezas y charlan animados sobre el  viaje, obviando la depresión que causa el luminoso lugar. Noemí se inmiscuye en la charla preguntando descarada por el destino de su viaje mientras el gasolinero entra en el bar con malas noticias sobre el automóvil:  no arranca. Es domingo y los talleres están cerrados.

Con desagrado, pero intentando no empañar sus ilusiones, acogen con resignación el ofrecimiento de pasar allí la noche.  La madre de Noemí es la que regenta el hostal, una señora vieja y fea, no como despectivo, como único calificativo. Unos pendientes de plata alargan sus orejas, como su vida, estirada sin sentido. Les tiende la llave de la habitación sin apenas apartar la vista de un pequeño televisor,  la única ventana a otra realidad.

La habitación: paredes verdes y desconchadas, una colcha marrón que oculta sábanas de blanco dudoso, un desvencijado armario, una silla y una mesita a un lado de la cama  donde guardarán los anillos de compromiso.Fuera, el atardecer. La magia de la vida concentrada en un punto luminoso, el sol.  Inmenso,  dueño de esas horas enrojecidas, cambia el humor de los novios que extasiados ante la belleza del momento se funden en un beso fotografiado por el viejo del hostal.

Noemí  sirve la cena con esmero y cariño, ayudada por unos puñados de estrellas que agujerean el cielo e iluminan, junto a unas velas a medio consumir, la noche silenciosa.  Tras la velada en la terraza, los novios deciden retirarse a la habitación y contemplar desde su ventana el maravilloso paisaje azulado mientras hacen el amor.

Las luces de OSTAL, la hache está fundida en un capricho ortográfico o eléctrico, parpadean iluminando la habitación y las sombras de los novios se tiñen de rojo al compás de las intermitencias de los neones. No es la noche de bodas soñada, el lujo del hotel reservado sustituido por la decadencia de un hostal polvoriento. El amor cierra los ojos al entorno y se hace presente en la modesta habitación. El sudor de sus cuerpos se funde e impregna las sábanas acartonadas. Su pasión rompe el silencio de la noche y los espectros de serpientes y lagartos escuchan sonidos desconocidos en el reino de la monotonía.

Noemí y su madre apuran unos licores y brindan al viento por su mala suerte. El gasolinero duerme junto al anciano bajo el porche soñando con amores remotos. Un suave viento zarandea sigiloso una veleta temblorosa que indica el sur.

Amanece y el sol vuelve a ser el protagonista ofreciendo postales dignas de ser fotografiadas. El gasolinero hace rato que ha desayunado y el anciano continúa bajo el porche resguardado de la luz y el polvo. La cafetera emite un estridente ruido mientras dos camioneros esperan ser atendidos.  Los novios observan la salida del sol desnudos en la cama, mimetizándose con el árido paraje o con la vida de las cuatro personas que habitan en aquel lugar. Desnudos, como tantas veces la vida nos deja frente al destino.

Una grúa les remolcará hasta el taller. Recogen  sus maletas y se despiden de aquella acogedora y extraña gente con la que han compartido su primera noche de casados. En silencio, con la mirada y los pensamientos vagando por la desolada planicie, contemplan unas nubes que empiezan a ensombrecer el día.  Los anillos permanecen olvidados en el cajón de una mesita demasiado frágil, como el paisaje que les rodea, o como el compromiso de ese amor jurado hace tan sólo un día.

martes, 15 de junio de 2021

HISTORIETA


 




—Papá, cierra los ojos y dime qué ves.

—Pues nada, cariño, ¿qué quieres que vea?

    Sobre un asfalto arrugado y gris, un caracol apura un cigarro mientras espera que cambie el semáforo. Coches planos rugen su impaciencia escupiendo humo blanco o gris, con onomatopeyas escritas en mayúsculas que traslucen un horizonte de edificios apenas difuminados. En un cielo de azul homogéneo, un círculo amarillo parece el destino de unos borrones negros que simulan pájaros de alas estáticas. Un superhéroe extraviado, ataviado con ropa estrafalaria y una capa ondulante, saluda a los atónitos transeúntes. Una eterna exclamación admirativa se prolonga sobre bocas abiertas y ojos desorbitados.

—Yo sí que veo.

—No, en todo caso, imaginas o recuerdas. Todos esos tebeos que has releído tantas veces ocupan demasiado espacio en tu pequeño cerebro.

—Prueba otra vez, papá, seguro que esta vez lo consigues.

—Vaaale. Apretaré los ojos con mucha fuerza.

   Gris, blanco, negro. Nada. El ruido exterior e interior construyen un muro infinito y apagado, sin emoción. Un vacío perpetuo. 

— ¿Has visto algo?

— No, creo que ya va siendo hora de dejar los jueguecitos y que cierres los ojos... pero para dormir.

— ¿Crees que tengo una especie de superpoder, papi?

   El padre besa en la frente al hijo sin responder.

—¡Buenas noches!

—¡Buenas noches, papá!

    El padre cierra la luz. A través de la ventana, un inmenso sol apagado se funde en un horizonte irreal.  La planicie anaranjanda oculta el desastre ocurrido hace años. Ratas y cucarachas parpadean evitando los últimos destellos de la luz agónica de un fluorescente que chisporrotea en la más absoluta oscuridad. Dios, derrotado, babea un whisky barato mientras el diablo recoge las ganancias de la partida de póker ganada al Altísimo: almas demasiado baratas que poblarán este planeta condenado a la extinción. Una rosa solitaria dibuja una sombra delgada en un pedazo de arena y se erige en reina de la belleza efímera. Mañana no estará. Mañana tan solo es la forma de nombrar al futuro más inmediato: un futuro enredado entre cables y sueros, reflejado en baldosas blancas y ocres desconchadas, un futuro demasiado caro, comprado a plazos con seguros impagables.

   El padre se acuesta junto al hijo. La oscuridad es intermitente como el dolor, no el físico, el del alma, esa que Dios prefirió apostar con cartas perdedoras.

  El niño mantiene los ojos cerrados, pero no duerme. El calor imposibilita alcanzar ese descanso merecido.

—Papá, ¿cuándo volveremos a casa?

   El padre finge dormir para no responder.

— ¿Estás dormido de verdad?

   Sigue sin recibir respuesta, pero no se da por vencido.

—Papá, ¡aprieta más los ojos y conseguirás ver como yo!

—Va, cariño, duerme.

   El niño comprime los ojos, quiere ver, usar su superpoder para volar y reír, para navegar, para gritar, para abrazar. Para sentir.

   El horizonte, de nuevo, se puebla de edificios de ligeros trazos, ventanas de cuatro líneas y chimeneas pobladas de cigüeñas blancas o negras. Decenas de señores con o sin sombrero se saludan efusivamente mientras pingüinos con abrigo soportan un frío que gotea cubitos de una tubería oxidada. El hambre se sacia con bocadillos imposibles de trompa de elefante o cabeza de cerdo. En el 13 de una calle con nombre de crustáceo de roca, un tendero engaña a una anciana con burdas triquiñuelas y un ladrón se ufana del robo de un buzón. Dos gemelos presentan sendos suspensos que les impiden conseguir el vale para la rueda trasera de una flamante bicicleta. Un hombre, embutido en un traje rojo, azul y delgadas líneas negras, se columpia entre enormes rascacielos. La alegría encuadrada en una viñeta, en un papel descolorido, en los restos de viejos tebeos olvidados. 

— ¿Lo has visto, papi?

—Nooo. Venga, duerme y deja de imaginar.

   Se calla, pero busca la mano de su padre, sudada e inquieta, y la entrelaza.

   La silueta de un hombre a caballo se dirige hacia un sol furioso y enrojecido. Tres notas negras vuelan por encima de su cabeza. Canta melancólico el adiós de una aventura. Un gordo con pantalón de rayas azules y blancas afila sus puños golpeando romanos. A lo lejos, una bruja amenaza con su sempiterno paraguas a un perro pulgoso que orina en una farola. Un joven rubio de tupe enlacado charla con la oronda soprano que se pierde entre bastidores.

   Se ha levantado una brisa agradable, pero provoca que la puerta golpee de tanto en tanto. Una enfermera entra en la habitación para cerrar las ventanas y revisar las constantes del niño. No hay nadie: ni el padre ni el hijo. Tan sólo un viejo tebeo que el viento hojea con dulzura. Una enorme viñeta muestra a un señor y un chaval abrazados frente a un mar imposible; sobre ellos, una majestuosa luna  se refleja en un mar de trazos gruesos y olas oscuras. Sobre el niño se abre un bocadillo de diálogo: lo conseguimos.

 



lunes, 15 de febrero de 2021

RIGOBERTA


 




Rigoberta era la típica marciana, verde, con cabello rubio y ojos azules con brillo de mar. Su cuerpo estaba cubierto de finas escamas y un suave vello agradable al tacto, pero  lo que más me fascinaba era el precioso ojo situado en la nuca, el tercer ojo, que le proporcionaba una visión de casi trescientos sesenta grados.

Nos conocimos en una manifestación marcianista. Miles de terrícolas y marcianos reclamando derechos extraviados en las alcantarillas de un poder invisible. Los marcianos llevaban años conviviendo con nosotros sin poder disfrutar de plena igualdad. Marginados por su color y aspecto, malvivían en suburbios alejados del centro de Barcelona o cualquier otra gran ciudad.

Acudimos varios amigos comprometidos con la causa y sin demasiadas cosas que hacer. Delante nuestro, varias marcianas agitaban banderas y coreaban improperios con voces metálicas y un dulce acento del sur de Marte. Yo codeé a uno de mis colegas y le mostré con un gesto visual el culo de Rigoberta. Espectacular, me dijo, dividiendo la palabra en sílabas y regodeándose en el hermoso trasero de la marciana. Olvidamos que nos estaba viendo con su ojo posterior e intentamos camuflar nuestra estupidez uniéndonos a los cánticos que clamaban cada vez con más fuerza.

No pude apartar la mirada de ese ojo hipnótico durante largo rato. Un ligero pestañeo, quizás provocado por el humo de un cigarro, lo interpreté como un guiño. Me adelanté a mis compañeros situándome junto a las jóvenes marcianas y comencé una torpe  conversación con ellas, convenciéndolas de vernos después de la manifestación. Sólo acudió Rigoberta. Mis amigos saludaron y se esfumaron caballerosamente.

Quedamos varias veces antes de invitarme a su minúsculo piso. Me ofreció una bebida que no reconocí y sin dejarme apenas probarla preguntó con aire autoritario: ¿follamos? Con Rigoberta todo sucedía demasiado deprisa. Conociendo la longevidad de los marcianos, no me explicaba su celeridad, como si el mundo finalizara al día siguiente.

Me cogió entre sus brazos como si fuera el galán de una película en su noche de bodas, representando yo el papel de novia, mientras ella abría de una patada la puerta de la habitación. Me lanzó con suavidad al camastro y se deshizo de su ligera ropa. Sus tres pechos verdes se balanceaban ante mi atónita mirada. Me dio la espalda mientras dejaba su ropa plegada sobre una silla. Su tercer ojo, el de la nuca, no me dejaba ni un segundo de intimidad. Su verde y escamada desnudez se deslizó suavemente sobre mi rígido cuerpo y con un gesto veloz noté que estaba en su interior. Su boca se abrió y empezó a emitir agudos sonidos y extraños jadeos. Era la primera vez que mi pareja llegaba al orgasmo antes que yo. Cayó derrotada junto a mí sin que me hubiera dado tiempo de utilizar ni uno de mis escasos secretos amatorios.

 — ¿Me quieres?

Se me cayó el cigarro sobre la cama. Un agujero bordeado por una circunferencia pardusca  sobre el blanco impoluto de las sábanas era mi firma y la respuesta muda a una pregunta que consideré precipitada.

Nos casamos a los dos meses. No supe decir que no y aunque tampoco di mi consentimiento Rigoberta interpretó mi silencio como una afirmación. Y mi vida se aceleró. Nos hipotecamos en treinta años y en seis, tuvimos cuatro hijos: tres niñas y un niño. La mayor nació tan verde como Rigoberta y decidió ponerle su mismo nombre. La segunda era pálida, como yo, y escogió Luna. La menor de las niñas, María, por supuesto también era verde. El niño fue una terrible mezcla de franjas verdes y blancas y aunque de mutuo acuerdo lo inscribimos como Sergio, todo el mundo le llamaba Betis.

Nos queríamos, es decir, supongo que ella me quería, yo jamás supe definir lo que sentía por ella. Siempre había sido demasiado sumiso y la vida, la suya, me estaba aplastando. Había perdido mi espacio, mi pausa, y mis indecisiones e inseguridades se habían convertido en respuestas rotundas que jamás pronunciaba pero que Rigoberta se encargaba de convertirlas en concesiones a sus deseos.

Teníamos en común veintiseis años de hipoteca y cuatro hijos coloridos -las niñas, ordenadas por edad, eran el orgullo de cualquier andaluz- Su prisa y mi calma no casaban bien, la vida es demasiado breve y Rigoberta tenía permanentemente pisado el pedal del acelerador. Debía frenar y decirle que nuestra relación no tenía, ni había tenido ningún sentido.

 ¿Separarnos?

Intercambiamos los colores, ella palideció y a mí me puso verde: hijo de puta, cobarde, mal padre, terrícola de mierda. Amagó con darme una bofetada  pero se arrepintió y me dio la espalda. Yo me agaché cobardemente, evitando el inexistente guantazo y perdí el equilibrio, cayendo ridículamente al suelo. Su impenitente ojo trasero me miraba con reproche, con odio, sin embargo, la oía sollozar. Era capaz de expresar varios sentimientos a la vez cuando yo era incapaz de mostrar alguno.

Me levanté junto a mi dignidad y me senté en el sillón. De nuevo, el silencio. Mi silencio. Encendí  la televisión para airear los pocos pensamientos que desfilaban por mi cerebro y el murmullo de un presentador anodino me adormeció. Noté en mi cabeza las caricias de una mano escamada y velluda, deliciosa en todo caso. Era Rigoberta, desnuda, buscando una reconciliación imposible. Se sentó a horcajadas sobre mi cuerpo y buscó su placer. Yo me encontré vacío, sin saber qué responder. Como siempre.

 

 

jueves, 15 de octubre de 2020

ARAÑA Y MOSCAS




 


   Llueve. Me gusta el sonido de la lluvia. Y el olor después de la tormenta. Dicen que los aromas conectan con las emociones. No puedo asegurarlo. Me entretengo contemplando los transeúntes cobijados bajo paraguas o chubasqueros mientras espero que suene el timbre. Ya pasan diez minutos de la hora acordada. Un par de moscas aletean pesadas alrededor de mi cabeza. Su zumbido es molesto, interfiere en los acordes de Nick Cave. Suena el móvil. Se retrasará cinco minutos más. No hay problema, tengo toda la tarde libre.

   Llaman con insistencia, seis veces, tal como habíamos acordado. No es tan guapa como en las fotos de su blog. Nos damos un par de besos a modo de presentación y le invito a pasar. Le ofrezco asiento en el sofá, frente al ventanal que trasluce una impresionante panorámica de la ciudad. Ha dejado de llover. Accede a tomar una copa de cava. Parece una persona culta, se interesa por las fotografías y cuadros que decoran la sala, también hace algún comentario sobre alguno de los cientos de libros que descansan sobre una estrafalaria estantería. ¿Qué le habrá llevado a dedicarse a la prostitución? Se quita la blusa y la deja con cuidado sobre una silla. Seguramente se ha aburrido de mis respuestas monosilábicas. También se desprende de la falda, del sujetador y de las bragas. Parece no disimular su interés por un dinero rápido. Se acerca hasta mí y me acaricia el pelo. Tiene un cuerpo bonito, quizás unos pechos demasiado pequeños. Los aprieta contra mi espalda. Consigue que me tumbe en el sofá y se sienta a horcajadas. Apoya su cabeza junto a mi barbilla y la única vista que tengo es el techo. Por cierto, necesita una capa de pintura. En una esquina observo una araña oscilando, colgada de un hilo imperceptible. Bajo la cabeza y vuelvo a mirar a la  chica. Con cierta habilidad se deshace de mi camisa y acerca de nuevo su rostro al mío.

   — ¿Cómo me dijiste que te llamas, guapo?

   Su voz es desagradable, aunque intente ponerle un tono dulce. Por supuesto, no le voy a dar mis datos. Me repugna que añada la coletilla de guapo.

   — ¡Qué más da! Elige tú misma un nombre.

   Parece sorprendida por la respuesta. Pone cara de pasmo e intenta reconducir la conversación acariciándome las orejas.

   —Carlos. Me encanta. Mi primer novio se llamaba Carlos.

   A veces las cosas se tuercen sin más, sin apenas motivos. Tengo a la chica dispuesta. No ha sido barato, pero de consumarse, hubiera valido la pena. Lástima que hable. Debería amordazarla para silenciar su curiosidad o el afán de quedar bien o yo qué sé,  pero que calle de una puta vez.

   —Mala elección. Mi padre también se llamaba Carlos. Un grandísimo hijo de puta.

   La imagen de mi padre envuelto en un plástico empapado me viene a la memoria. ¡Pobre hombre!, jamás se encontró su cuerpo. Mi madre murió pensando que la había abandonado. Llovía, como hoy. Charcos, barro y sangre son los últimos recuerdos del gran cabrón.

   —Lo siento. Bueno,...te llamaré Jorge. ¿Qué te parece?

   —No se admiten cambios. El azar no ofrece segundas oportunidades. Eres tú la que te has  interesado por ponerme un nombre y te ha tocado la lotería. ¡Disfrútala!

   — ¿Qué quieres decir? Vamos, hombre. Tan sólo es un nombre.

   — Estúpida puta.

   No tengo ganas de prolongar una conversación que ya ha fracasado. Su rostro cambia de color al verme con el revólver apuntando a su cabeza.

   — ¿Quieres un cigarro?

   — ¿Qué vas a hacer? Es una broma ¿no?

   No suelo bromear, tendría que haberlo adivinado en mi expresión. He intentado ser cortés ofreciéndole la posibilidad de fumar su último cigarro.  Apuro la copa de cava y enciendo el cigarro que ella no se ha querido fumar.

   Las moscas vuelven a  revolotear ajenas a la macabra escena que ha sucedido bajo sus alas. Su zumbido se detiene, atrapadas por la pegajosa seda de la araña que sigue tejiendo su trampa mortal. El humo de mi cigarro enturbia la imagen y obvio a las malditas moscas para concentrarme en la prostituta que yace en el sofá. Tres agujeros en la cabeza forman un perfecto triángulo sangriento. El azar incrustado en la frente de la puta que aún conserva la cara de asombro. Ni siquiera me dijo su nombre. Espero por su bien que Marcos, el amigo que me ha prestado el apartamento, tenga un seguro de incendios.

   Lanzo la colilla encendida a una papelera rebosante de facturas, cartas y papeles sin interés. Vacío una lata de gasolina extendiéndola por todo el apartamento. No tenía intención de usarla, pero nunca se sabe que atajos tomará la casualidad.

  Un último vistazo antes de abandonar el apartamento me ofrece una curiosa imagen: la araña relamiéndose al ver sus presas tostadas sin intuir que ella morirá también abrasada, condenada por la lujuria de una mujer que jamás había visto.

domingo, 31 de mayo de 2020

EL HOMBRE DE TRAJE GRIS





El hombre de traje gris abandonó contrariado el aula. Los sueños de conquistar a la chica rubia de la primera fila eran una quimera que enturbiaba su aparentemente ordenada vida. En la calle, la lluvia arreciaba y los carteles de neones anunciaban felicidad enfrascada en bebidas edulcoradas. Quizás la felicidad fuese tan solo el cosquilleo de unas burbujas dulces o un eructo prolongado.

En la esquina de Cheshire con Lyme, la silueta de un gato sonriente aparecía y desaparecía alternando luces rojas y azules, aunque la sonrisa permanecía en verde. Entró en el bar, se acomodó en la barra  y solicitó una bebida sin la dicha anunciada, pero con el suficiente alcohol como para conseguir un espejismo.

—Trae mala cara, amigo. No encontrará lo que busca en el fondo de ese vaso.
—No suelo tratar de amigos a los desconocidos, pero no se preocupe, no busco nada en concreto, es únicamente una forma de matar el tiempo.
—Yo hace tiempo que lo asesiné, y ya ve, los días se han convertido en un bucle infinito.
—La maldita rutina.
—No es tan sencillo, amigo. Usted lleva meses viniendo cada día puntual a las seis, y tras cuatro tragos, me hablará de la adolescente de cabellos dorados y su imposible amor.

El hombre de traje gris palideció, apuró su cuarto trago y volvió a hablar de la chica rubia. Pagó y se despidió tambaleándose. El camarero le devolvió el saludo quitándose el sombrero.  Afuera persistía la lluvia. La ciudad no dormía, empapada de oscuridad y soledad. Esperó junto al semáforo a que cambiara a verde. Solo tenía que esquivar el charco formado junto al sumidero anegado, pero la inestabilidad le hizo pisarlo con fuerza. Cayó por un profundo e interminable cilindro hueco rodeado de agua sucia sobre la que flotaban fotografías y dibujos de ángeles y demonios. Tortugas, conejos, liebres y un extraño pájaro caían junto a él y le hablaban del hermoso bosque, la cascada y el río que encontraría al llegar al final. Imaginó que los efectos del alcohol habían sobrepasado esta vez todo lo deseable, pero asiéndose a la impalpable irrealidad, suspiró por un suave aterrizaje.

La noche y la oscuridad parecían haberle acompañado en su viaje etílico. El gato de Cheshire le guiñaba un ojo mientras se fundía en negro y desaparecía definitivamente. No había farolas, ni luces en las ventanas, ni neones. No llovía, ni la gente deambulaba extraña entre reflejos del asfalto mojado. Se hallaba en una nada negra sin límites visibles, únicamente el bar donde había estado no hacía mucho, flotando en una nube de fantasía. El camarero le volvió a saludar con una irónica reverencia a la vez que volteaba su sombrero.

—Puntual como siempre, amigo
—¡Olvídeme!
—¿Le pongo otro trago? ¿O prefiere una de estas galletitas para asentar el estómago?

Cogió una galleta y comió un pedazo. Quizás tenía razón aquel camarero atrevido y necesitaba asentar el estómago y aclarar la mente; tenía que salir de esa pesadilla sin sentido. A la vez que comía sentía como su cuerpo envejecía con  la misma velocidad que masticaba. Sus manos temblaban y las piernas apenas le sostenían.

—¿Tiene un espejo?
—No le gustará la imagen. Pruebe estas otras galletas, le sentarán mejor que ver su reflejo.

Accedió a probar las otras galletas. Una sorprendente vitalidad invadió su cuerpo. Se acarició el rostro y sintió la tersura de su piel.

—Oiga, ¿me puede servir una bebida edulcorada como  las que se anuncian ahí afuera?
—¿Ahí afuera? Espere a que amanezca y comprobará que no hay nada que valga la pena.
—¿Cuándo amanezca? Entonces, no le volveré a ver.
—Pues no, ya sabe, nuestros encuentros son a las seis.

El hombre de traje gris se había transformado en un chaval con un sueño que ahora podría realizarse. Acodado en la barra, durmió pensando en la niña inalcanzable y en los bosques, cascadas y ríos de los que le habían hablado.Y amaneció.

No había bar, no había camarero, ni siquiera había sol. El chaval de traje gris permanecía tendido sobre la arena, desperezándose de un profundo sueño. Se incorporó con energía, dispuesto a aprovechar su regalada juventud y contempló con melancolía el paisaje que le rodeaba. El bosque era un desierto y el río un simple cauce arenoso en cuya orilla se apilaban los cadáveres de unicornios y dragones rodeados de moscas azules. Las cascadas estaban secas y los lagos eran enormes extensiones de tierra cuarteada. Se había convertido en un hombre de piedra, una masa dura y cuarteada como la tierra seca de los lagos; su corazón, un pequeño guijarro incapaz de sentir. 

Buscó una sombra inexistente en aquel páramo gris. Divisó el esqueleto de un árbol en un horizonte cercano y decidió acercarse para reposar junto a él. Un cuerpo colgaba de una de sus ramas negras. Era el cadáver de una joven que ocultaba el rostro tras una larga melena de oro. Estaba desnuda y su palidez resplandecía entre los grises de un desierto sin sol. Apartó un mechón de sus cabellos y reconoció la cara de la princesa, su princesa. Su corazón se deshizo y se convirtió, como su cuerpo, en polvo y arena, perdiéndose en el desierto de la fantasía.
—¿Otro trago, amigo?
Afuera había dejado de llover. Los carteles de neones seguían anunciando felicidad a precio de saldo.




domingo, 26 de abril de 2020

INSOMNIO



La luna alteraba la línea recta imaginaria formada por las farolas de la calle. Le faltaban tres dedos para estar completamente alineada. Pensé que sería otra noche de insomnio fumando en la ventana y dialogando con el silencio. No fue así, por fin mis párpados cedían y caían rendidos. Me acomodé con regocijo sobre las sábanas revueltas consiguiendo que el cerebro se desconectara. Sentí entre sueños la dulce caricia de la almohada sobre el rostro. Al principio, me relajó su tacto suave y mullido. De repente, noté cómo la dulce caricia se había convertido en una fuerza extraña que me imposibilitaba respirar. No podía gritar, mis llamadas de auxilio se ahogaban entre las plumas de la almohada. Alguien oprimía el cojín contra mi cara. Un sonido seco y apagado relajó mis músculos, destrozándome la garganta. El sabor a metal y el olor a pólvora me sumieron, ahora sí, en un profundo y definitivo sueño. Las plumas volaban a mi alrededor y caían lentas sobre la cama. El humo del disparo se desvanecía como las nubes que intentaban ocultar la luna. Antes de que el sueño eterno se apoderase de mí, disparé sin una diana a la que apuntar y sentí sobre las piernas el peso de un cuerpo que se desplomaba. No pude evitar mi muerte y sólo conseguí el pasaporte al infierno.

domingo, 29 de marzo de 2020

BLANCO



A principios del año 2190 y tras dos años viajando por nuestra galaxia, la nave Camila 33 alcanzó Mielguris, un planeta oculto, descubierto en 2157 y a una distancia cercana, menos de la mitad de una unidad astronómica.  La alegría de su avistamiento duró lo mismo que el terrible descenso.  Se perdió momentáneamente el contacto con la nave y aunque, gracias a la pericia de sus tripulantes, se consiguió evitar la colisión con una primera elevación de hielo, no pudieron salvar la segunda, que destruyó  el sistema de maniobra orbital y el motor principal. En la nave viajaban siete humanos y dos androides.