domingo, 29 de marzo de 2020

BLANCO



A principios del año 2190 y tras dos años viajando por nuestra galaxia, la nave Camila 33 alcanzó Mielguris, un planeta oculto, descubierto en 2157 y a una distancia cercana, menos de la mitad de una unidad astronómica.  La alegría de su avistamiento duró lo mismo que el terrible descenso.  Se perdió momentáneamente el contacto con la nave y aunque, gracias a la pericia de sus tripulantes, se consiguió evitar la colisión con una primera elevación de hielo, no pudieron salvar la segunda, que destruyó  el sistema de maniobra orbital y el motor principal. En la nave viajaban siete humanos y dos androides.

miércoles, 26 de febrero de 2020

LA POESÍA Y EL AMOR





Conocí a Olga en un curso de poesía, entre versos alejandrinos y rimas asonantes. Luis, nuestro profesor, tenía una capacidad increíble para rimar los sentimientos más bellos y provocar la admiración de las féminas que asistían al curso. Reconozco su maestría e incluso, a mi pesar, la congoja que nos invadía cuando su voz firme recitaba sus hermosas letras. Yo era más de realismo sucio con rima libre y pretensiones filosóficas. Mi vida anodina, mis escarceos con prostitutas o las interminables horas en las barras de bar, junto con mis escasos dotes como escritor o poeta, daban para poco más que cuatro versos de nula trascendencia y discutible valor estético.

viernes, 31 de enero de 2020

NAPOLEÓN Y BOLA DE NIEVE






Napoleón hace tiempo que ha abandonado la família porcina, es como un humano más, a pesar de su cara de cerdo, su cuerpo de cerdo, sus patas de cerdo y ese hocico con el que sostiene un cohiba 50. Se ha instalado en un confortable loft de la zona alta junto a tres perros tan fieles como agresivos, y a una guarra vietnamita que conoció en el puerto. La guarra luce vestidos de Dulce Marrana y se pasa el día en la terraza intentando broncear su piel mientras saborea trufas y cava. 

En la revista Timo le han nombrado tocino del año. La fotografía de portada muestra su ufanía delante de una enorme bandera del país. En las páginas centrales nos cuentan sus hazañas hasta conseguir la posición que hoy ocupa. Su poder le ha convertido en el primer cerdo político, presidente de la región norte y firme aliado del presidente del país, un cargo que nadie duda que alcanzará en no demasiado tiempo.

martes, 31 de diciembre de 2019

MELANCÓLICO BLUES


                                   




Manolo, un viejo guitarrista incapaz para el flamenco pero con duende para el blues, ocupaba el  diminuto escenario del Rory, ataviado con traje y sombrero blanco y unas  enormes gafas de sol que escondían su tristeza. Deslizó un tubo de metal incrustado en su dedo corazón por el mástil de la guitarra: un slide lento que dejaba una sensación melancólica y suavizaba su quebrada voz.  El Missisipi estaba demasiado lejos y el Llobregat era poco inspirador, pero Manolo no tenía nada que envidiar a los negros sureños de principios del siglo XX.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

LÍNEAS CONVERGENTES






Antes de abrir la puerta, cerró los ojos. A pesar de todo, Juan seguía tan pusilánime como siempre. Prefería creer que su cobardía era prudencia o sensatez.

Al otro lado, enmarcado en madera barata, su sosias envejecido, apoyado con chulería en una pared inexistente y apuntando con una pistola más grande que su arrogancia.

Juan sabía que no iba a disparar, sería un suicidio y morirían los dos.

—No has cambiado nada —dijo su decrépito doble bajando el arma.

—Tú, tampoco.

—¿Para qué has venido?

—Para olvidarme del  pasado y hurgar en el futuro.

—Sabes que no existe. Ni tampoco el pasado, tan sólo un presente que se escurre entre palabras vacías.

—¿Y tú?

—Yo me extravié en la esquina de una recta infinita que llaman tiempo

—Las rectas no tienen esquinas.

—Entonces,  explícame quién soy.

—Llevo años preguntándome quién o qué eres. Supongo que sólo un reflejo deformado física y emocionalmente.

—Podría ser tu conciencia.

—Hace poco que la perdí en un arrebato.

—Quizás empezamos a parecernos.

—Es lo que más me horroriza, pero hay una solución.

Juan cerró de nuevo los ojos cuando sonó un disparo. El estruendo de cristales rotos ocultó el sonido seco de dos cuerpos al golpear contra el suelo.


viernes, 31 de mayo de 2019

VÍNCULOS



En mi habitación tengo un televisor y un espejo. También un ordenador y una ventana desde la que veo el campanario. Un magnetófono y una radio. Una guitarra y muchos libros.  Sin orden, y esparcidos por el resto de la vivienda, cientos de objetos que no utilizo y ropa que dicen pasó de moda, como yo, que también estoy en desuso. Por supuesto no me faltan electrodomésticos ni agua corriente o electricidad. Acumulo latas de comida a medio acabar y el suelo está repleto de colillas, ceniza y botellas vacías. Dos de las habitaciones son prácticamente inaccesibles: montañas de recuerdos míos y de desconocidos, figuras de porcelana, cuadros, aparatos rotos y  sin romper, muñecos, zapatos, colchones en vertical porque en horizontal ya no caben, muebles sin valor... Un verdadero mercado de bajo coste. Mis mascotas son espontáneas y nunca sé cuántas tengo: cucarachas que salen de las grietas por la noche y se esconden durante el día.

Únicamente la habitación de mis padres y la mía permanecen intactas. La de ellos con la cama y las mesillas de noche impolutas.  Imagino que no les hace gracia ver su piso atiborrado y como buen hijo, acepto su silente petición y mantengo su dormitorio ajeno a mis obsesiones.

Me gusta asomarme a la ventana a las horas en punto y escuchar las campanadas. Veinticuatro veces cada día, ciento cincuenta y seis tañidos registrados en algún magnetófono como el mío, porque las campanas no se mueven. Sí lo hacen las gaviotas y las palomas que escapan del tejado del campanario volando espasmódicamente sobre la calle mayor, buscando alguna repisa donde reposar su agitado corazón.

A mí también me gustaría volar y no regresar jamás. Cruzar la calle mayor y la menor y ver los tejados alejarse, y el campo o el mar. Pero estoy encadenado a esta ciudad, a esta habitación. Condenado a la suciedad que fabrico y que se acumula a mi alrededor. Alguna vez me he quedado dormido sobre las inmundicias que yo mismo fabrico, acompañado de mis mascotas que, cada noche, cuando suenan las diez o las once, completan una orgía gastronómica con mi basura.

Las pocas veces que salgo a la calle sufro de terribles mareos, taquicardias y ansiedad. Se me nubla la vista y se me seca la boca. Compro comida suficiente para un mes y recojo con fatiga y angustia objetos inservibles que paradójicamente  sirven para calmar mis trastornos.
Vivo únicamente con mis padres que se han adaptado  a mis obsesiones igual que yo acepto su mutismo. En cambio, mis vecinos se quejan del hedor que invade la comunidad y siempre nos increpan e insultan a escondidas. Calman su rabia e impotencia con  gritos e improperios que se quedan flotando en el descansillo de la escalera. No recibimos apenas visitas. En los dos últimos meses, únicamente una pareja de la guardia urbana se ha atrevido a pulsar el timbre para mostrarme un requerimiento municipal. Abrí la puerta y les invité a pasar. El más joven, superado por el fuerte y desagradable olor, vomitó sobre el felpudo de la entrada. El otro me tendió la denuncia en la que había estampada la firma de todos mis vecinos y me dijo con voz autoritaria que tenía un breve plazo para vaciar el piso y eliminar el insoportable olor y las inmundicias que ponían en riesgo la salud de la comunidad.

– Si quiere usted vivir con toda esa basura debería vivir aislado. Le recomiendo que acuda a su médico y permita que el ayuntamiento se encargue de la limpieza de la vivienda.

No respondí, simplemente asentí con la cabeza para zanjar su monólogo y ganar tiempo para desvincularme de mis recuerdos. Cerré la puerta con suavidad dejando entrever mi aceptación y sumisión a su mandato.

– No lo olvide, antes de una semana volveremos por aquí para asegurarnos de que acata las órdenes y empieza a vivir como las personas decentes.

Me dolieron sus últimas palabras. ¿Acaso no era yo decente? ¿Cuántos de mis vecinos se podían considerar mejores que yo o llevaban una vida más decente? ¿Era más decente el señor del quinto que acumulaba una gran fortuna con la que jamás podría tener  ningún vínculo o cariño, más allá de lo que la imaginación le permitiera hacer con ella?, ¿o la señora del tercero que estaba liada con el del segundo, ese que maltrataba a su mujer y sonreía con sus  ¡buenos días o noches! mostrando sus encías enrojecidas? De todos podría reprochar su falta de sentido en la convivencia. La hipocresía hace que los gestos de amabilidad se pierdan en cuanto cierran la puerta y se comportan realmente como son.

Los vínculos afectivos por mis objetos no me convierten en un indecente. ¿Es en todo caso más humano el que entierra a sus seres queridos olvidándolos en un cementerio al que tan solo acude una vez al año a depositar flores y tranquilizar su conciencia?
Yo cada día hablo con mis pobres padres, les explico mis vivencias, escasas debido a mi reclusión, mis inquietudes o anhelos. Siempre son largos monólogos ininterrumpidos, sin quejas ni reproches por su parte. Me gustaría que fuera un diálogo,incluso sentir su desaprobación en algunos temas, pero desde hace años se limitan a permanecer tumbados en su cama y hacer como que escuchan mis interminables lamentos, sin inmutarse, con la mirada perdida y ajenos a mi voz y al tañer de las campanas.



domingo, 31 de marzo de 2019

WHATSAPP




He llegado a la edad en que los recuerdos pesan más que el propio cuerpo y el futuro es tan sólo un tiempo verbal. Perdí mi agilidad hace tiempo y ahora arrastro mi sombra con ayuda de un bastón y un brazo amigo. Mi cabeza sigue lúcida y mi vista casi intacta. El médico dice que el corazón me late a un ritmo constante, sin sobresaltos.
La felicidad la encuentro en la quietud de fotos amarilleadas, mientras la vida discurre sembrando achaques y nostalgias. Los días son rutinas grises cubiertos de una pátina opaca, sin rendijas para que se cuele la ilusión. La televisión o algún libro, cuando tengo fuerza y ganas, se ocupan de distraer mis preocupaciones y aligerar los días. Tan solo la visita de mis hijos y nietos, los fines de semana, alumbran tímidamente la oscuridad.
Tengo la sensación de vivir en una pequeña sala de espera atendida por funcionarios celestiales. Imagino a unos querubines rascándose entre las nalgas o aleteando entre cientos de folios sin importarles mi desazón. Sentado en una incómoda silla, escondo un papelito que indica el turno, arrugado y apretado entre mi mano y el cayado. Rezo silenciosamente para no ser el siguiente, para que el número que se ilumine en la pantalla no coincida con el mío.
Hace dos días, la muerte me envío un Whatsapp felicitándome el cumpleaños con divertidos emoticonos de guadañas que guiñaban un ojo. No había más texto, simplemente la felicitación. No sé utilizar las nuevas tecnologías, la chica que comparte mi vida durante el día fue la que, sorprendida por el remitente, me mostró el mensaje.
Ese mismo día tenía una comida con mis hijos para celebrar mi aniversario. Les comenté la broma de mal gusto que había recibido y no le dieron demasiada importancia. Ellos todavía no ven el precipicio, el vacío, la negrura que a cierta edad empieza a teñir los días. Intentaron averiguar el teléfono de quien lo enviaba, saber quién era el remitente. Imposible, no había opción, tras un número oculto se debía esconder un bromista con poca gracia. Aprovecharon la circunstancia para explicarme cómo se utiliza la maldita aplicación. Reímos sobre la pintoresca imagen de un anciano con boina y bastón enviando textos y estúpidas caritas.
A mis años eres consciente, aunque intentes olvidarlo, de la cercanía de la muerte. Hay días en que asumes tu finitud e, incluso, tienes ganas de dormir y no despertar, sin dolor, quizá lo que más me aterra es el sufrimiento.  El mensaje de la muerte me acercó más al horizonte que hace tiempo acaricio. Mi religiosidad se ha multiplicado exponencialmente y no hay día en que no rece tres o cuatro veces. La comunicación con Dios es fluida pero unidireccional. Desearía respuestas, no tan solo larguísimos monólogos de expiación.
La soledad me atemoriza tanto como la muerte. Las noches, cuando mi cuidadora me deja acostado y me da un beso sin sentimiento, son un suplicio. Pensamientos grises y recuerdos desfigurados me torturan durante horas.  Llevo varias noches en que el mensaje de felicitación se pasea entre mis pesadillas. Cuento guadañas en vez de ovejas. Me levanto varias veces, algunas para orinar, otras para beber, por dolor y, a veces, simplemente por la imposibilidad de conciliar el sueño.
Ahora sé que el remitente no es un bromista, es la propia muerte que ha querido avisarme de su llegada. Ayer sentí el abrazo de una soledad profunda, quizá una premonición de la soledad futura, de huesos, de los restos de un alma aventada entre los escombros del día.
Hubiera deseado despedirme, besar a mis hijos y nietos, pero a pesar del aviso de la dama de negro nunca hay una certeza del final. Esta noche la he visto paseándose alrededor de la habitación, silenciosa y con cierta elegancia. Ha asomado tímidamente la cabeza y creo que me ha guiñado un ojo, como los emoticonos de su mensaje.  He apretado la medalla que llevo colgada para avisar en caso de urgencia. También he intentado llamar a mis hijos, pero no he tenido fuerzas para marcar el número.
Ahora oigo la sirena de la  ambulancia, quizá demasiado tarde. Hay un cierto bullicio en la habitación, gente que entra y sale .Escucho la voz de mis hijos distorsionada. La oscuridad reina por fin y el silencio absoluto me desconecta de los llantos inconsolables de mis queridos hijos.
Recobro la consciencia. Ha desaparecido la oscuridad. Una agradable luz ilumina una infinita llanura blanca, aséptica, un vacío tridimensional. No hay horizonte, ni nubes, ni caminos o carreteras, ni flores o árboles. No hay nada. Me siento como un insecto extraviado en un enorme bidón de espuma.
Voy vestido con el traje de los domingos, con boina y el bastón que apoyo sobre la blanca ingravidez que me rodea .Permanezco inmmóvil buscando una sombra que certifique mi existencia.
Un pitido insistente y la vibración exagerada del móvil que guardo en el bolsillo me avisan de la recepción de un mensaje. Con la parsimonia de un anciano torpe y desorientado, abro el dichoso mensaje:
“Bienvenido al paraíso”