El arte. Lienzos con pinceladas furiosas de colores vivos.
La rabia o la alegría, no sabría describir que sensaciones desprenden cada una
de esas pinturas desparramadas en el suelo.
Como los poemas, casi un centenar de folios con poesías indescifrables realizadas
en las noches que el sueño no aparece y las musas se acumulan en la puerta
entornada de su estudio: una estancia amplia y con buena iluminación que se ha
convertido en el refugio de un artista infatigable. Durante el día, la
guitarra: escalas pentatónicas, de blues, dóricas, frigias. Sus dedos recorren
el mástil con fluidez, intentando alcanzar la velocidad que marca el metrónomo.
Aspira a construir una gran obra visual y auditiva. Enormes lienzos sin bastidor, desvirgados con
furia y acompañados de textos poéticos y música de guitarras superpuestas con
un fondo rítmico pregrabado. Está convencido de que ganará el concurso al
artista del año. Hemos invertido varios meses de su pensión y mi sueldo en dar
forma a las ideas que, no sé si de forma ordenada, danzan en su cerebro.
La cama. Lugar donde deberíamos descansar tras el ajetreo
diario, o amarnos, o soñar. Echo de menos el soñar despierta, relajada, en
posición supina, contemplando las sombras enredadas del techo y buscando en el
cerebro los deseos que hace un tiempo no me parecían inverosímiles. Me he
acostumbrado a conciliar el sueño sola, sin ronquidos, sin olor a su tabaco, ni
alientos de alcohol, sin arrugas en las sábanas y arrugas en la frente de
enfadarme conmigo misma, con el destino y con las pastillas de litio que
descansan en su mesilla de noche y que, deliberadamente, olvida tomar. Cuando
consigo dormir, me despierto sobresaltada por una llamada de Antonio. Debo ver su último dibujo, o leer su última poesía, o escuchar los
arreglos de una melodía que conozco de memoria. No importa la hora, pueden ser
las cuatro de la mañana cuando el arrebato de exhibir su ingenio necesite de mi
aprobación.
El mar. La calma. El paisaje recurrente que alivia mis
insoportables angustias. Las olas mecen
mis temores como una nana mágica y hacen que el sosiego venza a la inseguridad. Azules que no aparecen en sus pinturas,
gobernadas por poderosos rojos, extrovertidos, pasionales. Reflexiono sobre el
límite del amor mientras contemplo el horizonte que pone fin a un mar infinito,
a veces calmado y dulce, otras bravo y furioso.
No sé si alcanzaré esa línea aparente que divide el cielo del mar.
Navego en un velero que iza y arria las velas aprovechando las rachas de
viento. La orilla queda tan lejos como el horizonte. Me siento extraviada en un
océano de sensaciones, sin principio ni final. Es el viaje lo que me atemoriza,
cansada de una tranquilidad silenciosa y amenazadora y su consiguiente
tempestad, o viceversa.
El otro día conseguí convencerle para que me acompañara. Era
un día soleado, claro, parecía que los contornos del paisaje estuvieran
repasados con rotulador. La temperatura sobrepasaba los veinte grados y el mar
estaba precioso. Era temprano y no había nadie.
Nos sentamos junto a unas rocas y nos quedamos durante un buen rato
contemplando el vaivén de las olas, escuchando la algarabía de las gaviotas,
permitiendo que la brisa nos despeinase. Muchas veces pienso en lo poco que
necesito para hallar un momento de bienestar. Hace un tiempo, mis aspiraciones
eran diferentes y la felicidad se hallaba extraviada en metas inalcanzables. El
arduo recorrido carecía de importancia si el objetivo valía la pena. Ahora las
cosas han cambiado. El camino ha cobrado sentido a pesar del temor y el vértigo
que me producen las subidas y bajadas.Busco la extraña sensación de felicidad
mientras me agarro con fuerza al vagón de la montaña rusa gratuita que galopa
eternamente por una vía que acaba donde empieza, un bucle infinito.
—¿Te importa que encienda un cigarro?
No recibí respuesta. Sabía que no le importaba. No hacía ni
dos semanas que se propuso dejar de fumar y no me había reprochado ni una sola
vez que yo lo hiciera en su presencia. Quería
acabar con su mutismo, aunque sabía lo difícil que es romper la barrera
invisible que le aísla del mundo exterior. Se hallaba al final de la pendiente que había
iniciado un par de días atrás. No sé cuantos días permanecerá en el abismo de
la quietud, del silencio. Continuó con la mirada vacía apuntando hacia ningún
lugar y yo encendí el cigarro intentando llenar mi cuerpo de algo más que un
llanto reprimido.
El horizonte se difuminó con unas nubes que, sin prisa, se
fueron esparciendo hasta cubrir el cielo por completo. El azul se transformó en gris, como la ceniza
que caía descuidada de mi cigarro.
Antonio parecía ajeno al cambio de luz, a las estridentes
gaviotas y a la brisa convertida en molesta tramontana. Su mundo había
oscurecido antes de que aparecieran las
nubes.
La cama. Desde que regresamos de la escapada a la playa
apenas ha vuelto a levantarse. Una semana en la que únicamente algunas de sus
necesidades fisiológicas le han obligado a abandonar momentáneamente su
posición horizontal. No permite que abra
la persiana. Su mundo, tanto el exterior
como el interior, permanece en penumbra. Hace tan sólo una semana que yo tenía
que conciliar el sueño sola debido a su frenética actividad. Al día le faltaban horas para que Antonio
pudiera completar sus diferentes tareas. Ahora le sobran todos esos minutos que
antes necesitaba. Le sobran los días. Le sobra la vida.
El arte. Olor a esencia de trementina o aceite de linaza. A
óleo. A lienzo sin estrenar. A
abandono. Abro las ventanas del estudio dejando escapar la esencia de un artista
frustrado. Enciendo el reproductor en el
que está grabada la última melodía que compuso.
Revolotean los folios con sus poemas al compás de una guitarra
melancólica. Acomodo los brazos en el alféizar y contemplo con indiferencia la
vida que transcurre ajena a mi desdicha. Añoro el ajetreo de los días en los
que Antonio se hallaba en la cúspide del mundo.
Su inacabada obra se perderá entre los recuerdos de días angustiosos y
posos de alcohol. Las lágrimas ahogadas durante años, derramadas en rincones de soledad, silenciosas y
reparadoras, regresan a mis ojos que extravían la mirada en un horizonte de
tediosos edificios.
El mar. La vida continúa moviéndose como el inquieto océano.
Me cuesta encontrar la paz que me producía su cadencioso rumor. No encuentro los azules, a pesar de que el sol
se halla cerca de su cenit y el cielo se refleja con dulzura en estas aguas
calmadas. Los niños corretean intentando evitar el calor de la arena. Las
sombrillas han poblado la orilla. La gente grita su mala educación o su
felicidad mientras yo permanezco absorta en las rocas a las que jamás tuve que
venir con Antonio. Aunque resulte
extraño, echo de menos las pronunciadas pendientes por las que me he deslizado
de la mano de él. La línea recta que vislumbro
conduce únicamente a un abismo sin escalera. Siempre lo amé. El viaje ha
perdido el sentido. El mar sigue susurrando secretos a quien sabe escuchar.
Únicamente deseo abrazarme a él y volver a girar en la infinita espiral que se
deshizo de forma abrupta en estas rocas.
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