viernes, 8 de junio de 2018

DERROTADO




Habían pasado dos años desde que Esther salió de nuestro apartamento sin intención de volver. Fueron tantos años juntos, que no recuerdo si el alcohol llegó cuando ella se fue, o se fue cuando llegó el alcohol. Estaba tan borracho que resulta imposible acordarme.

El poso de su ausencia era muy denso y la soledad nunca fue una buena compañía. Cerveza, vino, ginebra, whisky y yo: una pandilla inseparable. Mi vida se había convertido en una resaca permanente. Ya no recurría a calmantes ni a ansiolíticos, el alcohol era mi medicina. Un círculo que había cambiado los trescientos sesenta grados por cuarenta, justo los que necesitaba para sobrevivir a mi profunda melancolía.

La noticia de su boda me llegó por Whatsapp, escueta, mientras jugaba una partida de billar en un tugurio del barrio. Intuí su desprecio silencioso.

Unté de azulete la punta del taco mirando de reojo la posición de las bolas en la mesa. En una pantalla, al final del bar, Elvis cantaba Unchained Melody, demasiado gordo. Fue su última actuación. Recliné el cuerpo hacia delante y busqué una línea imaginaria que uniera la bola blanca con la negra. Era un tiro fácil. Fallé. El humo del cigarro que llevaba colgando invadió mi retina, arrancando unas lágrimas que borraron la trayectoria dibujada en mi mente. Rocé la bola blanca que se desplazó lenta y despistada sobre el tapete, lejos de la negra, que reposaba tranquila al lado del agujero que debería haberla engullido.

Me hice a un lado y dejé que el tipo tatuado, sin apenas mirar a la mesa, introdujera la negra en el agujero correspondiente. Elvis sudaba, un tipo le aguantaba el micro mientras él tocaba el piano y sonreía a un público entregado. Demasiado fármaco, demasiada mantequilla de cacahuete.
Pagué mi apuesta y me largué de aquel antro. Nos fuimos todos, mis pensamientos, mi soledad y yo. En la televisión, Elvis también se despedía sin saber que sería la última vez. Tan solo dos meses más tarde fue encontrado muerto.

Caminé con la cabeza gacha, despacio, sin rumbo, permitiendo que la lluvia empapara mi depresión y despejara mi embriaguez. Hablaba con mi sombra esperando una réplica a los insultos que escupía con voz áspera.

Descubrí mi monólogo en voz alta cuando unos jóvenes se reían descarados del tipo derrotado en que me había convertido. Ellos carnalizaban su amor sobre un banco mojado mientras yo paseaba mi frustración desnuda. Demasiada lluvia, demasiado alcohol.

Preferí no imaginarla con aquel imbécil, pero la imaginación no la eliges, te asalta y cuanto más quieres apartarla, más se empeña en quedarse. Nunca me gustó el juego a tres bandas, siempre preferí el juego directo, sin carambolas. Casi siempre fallé.

Encendí un cigarro y continué un camino sin rumbo, sin horizonte. La magia de la noche había revelado todos sus trucos. El falsete final de Elvis sonaba todavía en mi cabeza, desgarrado por el esfuerzo de quien apenas se tiene en pie.

Cuando llegué a mi piso tropecé con mi alma, junto al felpudo. En el cuarto de baño guardo los medicamentos. No sé cuántas pastillas ingerí, aunque eso sí, en un gesto de lucidez,
me aseguré de que no estuvieran caducadas.

Dejé sonando en la radio“My way”en la versión de Elvis, aunque yo había elegido hacerlo a mi manera.

El tercero cuarta del bloque gris donde vivo no es Graceland. Un vecino dio la voz de alarma por el hedor que desprendía mi piso una semana después de mi muerte. Le comenté a Elvis que al menos su entierro fue multitudinario.

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