El alebrije es una artesanía mexicana que se realiza con la técnica de la cartonería y se pinta con colores alegres y vibrantes. Los alebrijes son seres imaginarios conformados por elementos de animales diferentes, una combinación de varios animales fantásticos y reales.
Quedé
fascinado por una figura amorfa y bella, agresiva y dulce, como una pesadilla
con pasajes románticos. Una cabeza de jirafa incrustada en un extraño cuerpo de
reptil, con crines al viento y la lengua desenroscada. Sus ojos no dejaban de observarme
y sus alas desplegadas permanecían inmóviles, como si el último aleteo hubiera
bastado para planear sobre el abismo. Las garras de águila y la cola de algún
saurio extinguido le daban el aspecto feroz que negaban sus ojos. Estaba
pintada con vivos colores y salpicada de diminutos puntos amarillos que se
perdían entre los fondos violetas, azules, rojos y sus complementarios. Una
sucesión de dibujos geométricos perfectos cubrían su cuerpo.
Sentí
el trayecto del último tequila, desde la garganta hasta el estómago, mientras
seguía embobado contemplando aquella figura extraña con poder hipnótico
que se hallaba presidiendo el comedor. Debajo de ella, unos ponchos coloridos y
una reproducción gigantesca de un mural de Diego Rivera. Un cuadro que representaba
dos mundos antagónicos, el capitalismo y el comunismo. Marx, Lenin y
Trotski me miraban avergonzados y yo les contemplaba alucinado por los tequilas
que se estaban disolviendo en mi sangre y por la figura que se hallaba un palmo
por encima de ellos, el alebrije hipnótico.
Había
estado ausente durante toda la velada, ajeno a las conversaciones de mis
compañeros de trabajo. Ni tan siquiera hablé con Susana, la mujer por la que
había accedido acudir a aquella cena de empresa. Siempre he rehuido las reuniones
impuestas, no sé fingir y la idea de compartir una noche con gente a la que
aborrezco, sobre todo a Javier, el director, me producía más ardor de estómago
que los fríjoles o el burrito ahogado en tabasco que había ingerido.
Susana
logró convencerme, ella tampoco tenía una gran relación con los demás
compañeros. En realidad, el buen ambiente que se respiraba en la oficina era
una mentira camuflada en sonrisas mudas y gestos amables. Todos éramos
conscientes que nuestra hipocresía servía para conservar el puesto de trabajo.
Sólo Susana y yo manteníamos una buena relación. No me apetecía en absoluto ir,
y menos, a un restaurante mexicano llamado “Mi burrito y yo”, en clara alusión
a Platero pero en versión mariachi.
Fuimos
en su coche y me pareció más accesible que nunca. Hacía tres meses que se había
separado de su marido y estaba con las defensas bajas. Yo hacía tres años que
intentaba hacerme un hueco en su corazón pero jamás tuve el valor de, ni tan
siquiera, insinuarle mis sentimientos. Era una relación de compadreo, de
amistad, sin peligro para ella pero con sufrimiento para mí. Pensé que podría
ser una gran noche…
Cuando
me subí encima de la mesa cantando “Amanecí en tus brazos” a dúo con el
gran José Alfredo Jiménez, no era consciente de lo que me estaba
jugando. Arrastraba las palabras mientras se me escapaba un hilillo de
baba que brillaba junto a mis labios. Señalé a Javier, el director, durante el
estribillo. Me aproximé mientras me agachaba y cogí su agria cara entre mis
manos.
Cuando
llegó la noche, apareció la Luna,
y
entró por tu ventana
que
cosa más bonita cuando la luz del cielo,
iluminó
tu cara.
Mis
compañeros no pudieron contener la risa. Una enorme y estruendosa carcajada a
coro que aún me envalentonó más. No entiendo porqué Javier, el director,
aguantó sin hacer nada, simplemente aplaudía y fingía reír y pasarlo bien.
Quizás era una nueva estrategia para parecer una persona cercana, un trabajador
más. Yo, totalmente ebrio e hipnotizado por la jirafa-cocodrilo, estaba fuera
de mí. Los comensales de las otras mesas habían encontrado el espectáculo que
el restaurante no ofrecía y me convertí en el protagonista que jamás quise ser.
Yo
me volví a meter
entre
tus brazos,
tú
me querías decir
no
sé qué cosas,
pero
callé tu boca
con
mis besos
y
así pasaron muchas
muchas
horas.
Acerqué
mis labios hasta los suyos y entonces reaccionó. Emergió el dictador que
lleva dentro y gritó enfurecido:
-¡Basta
de estupideces, Barnés! ¡Si no sabe beber, vaya a dormir la mona a su
casa! Mañana tendremos una reunión en mi despacho, espero que para entonces se
haya recuperado y logre entender lo que le tenga que decir.
Palidecí.
El burrito trepaba por el esófago y realizaba el camino inverso que había hecho
hacía poco más de una hora. Galopaba, lo notaba, no era un trote cansino, era
un galope veloz. Abrí la boca justo en el momento que Javier, el director,
acababa su reprimenda. Mis fríjoles pasaron a ser suyos y mi burrito dejó
de galopar para reposar sobre su engominado cabello.
Palidecieron
todos. Los quince que compartíamos mesa, incluido Javier, el director. Susana
me miró con los ojos más grandes que jamás había visto y las cejas arqueadas en
una posición imposible. La boca abierta gritando una "o" que no se oyó y las
manos sobre la cabeza. Parecía el cuadro de Munch, "el grito", aunque no gritó.
Acudieron
los camareros, el jefe de sala, el cocinero y algún que otro empleado del que
desconocía su función. Yo permanecí inmóvil, subido en la mesa. Mis ojos se
dirigieron de nuevo al alebrije fantástico. Me dio la sensación que me guiñaba
un ojo. Bajé la vista hasta el cuadro de Rivera y me pareció que Marx, Lenin y
Trotski esbozaban una ligera sonrisa. No sabía qué hacer, se me había pasado la
euforia de repente. Crucé la mirada con Susana y vi como sus ojos azules
ennegrecían. Su cabello dorado era una melena oscura y sus cejas se espesaban
hasta juntarse. Era la viva imagen de Frida Kahlo. No entendía lo que me estaba
sucediendo. Era consciente de mis alucinaciones, cierto que el alcohol me
desinhibió, pero ¿era posible que hubiera perdido la percepción real del mundo?
Me
froté la cara intentando recuperar la realidad extraviada. Contemplé desde mi
tarima improvisada el jaleo que había provocado y procuré gritar una disculpa a
mis compañeros, a Susana, a los camareros, al jefe de sala, al cocinero y al
empleado sin función. Pero sobre todo una disculpa para Javier, el director.
Carraspeé y aclaré mi garganta. Empezaba a ser consciente de que todos me
estaban mirando. Abrí de nuevo la boca, pero esta vez para hablar.
-¡Llévense
de aquí a este pendejo!- grité señalando a Javier, el director.
No
entendí porqué mi voz sonó con ese acento de Jalisco, parecía Mario Moreno
imitándose a sí mismo. Tampoco comprendí porqué dije eso, quería disculparme,
no agotar mis escasas posibilidades de reconciliación laboral.
No
sé si el silencio se oye, puedo asegurar que yo lo oí. Es como un pitido
imperceptible que va taladrando el cerebro, revolviendo el estómago, arrancando
las entrañas. Después oí las trompetas que compuso Enio Morricone para “Por un
puñado de dólares”. El rostro de Javier, el director, estaba rojo de ira y
quizás, también, por las salsas y fríjoles que acababan de limpiar de su
cabello. Juraría que vi una barrilla cruzando delante de él. Ululaba un
viento imaginario, se mascaba la tensión. Era un duelo a vida o muerte. Bajé de
la mesa y di siete pasos alejándome de Javier, el director. Me giré bruscamente
e hice el gesto de desenfundar un revólver.
-¡Bang,
Bang!- dije, haciendo una onomatopeya ridícula.
Javier,
el director, se acercó e intentó agarrarme del cuello. Lo sujetaron entre
varios compañeros, camareros e incluso el empleado sin función.
Susana
me sujetó a mí. Me miró con ojos azules, ya no era Frida Kahlo, era Susana, mi
compañera, el amor por el que suspiraba desde hacía tres años.
-¿Estás
loco? ¿Eres consciente de lo que has hecho esta noche?
-¡Por
supuesto! ¡Por supues…! No, no , no. ¡Es la maldita figura!
-¿Qué
figura?– preguntó ella extrañada e intuyendo que estaba peor de lo que parecía.
-
¡Esa!- dije, señalando a la jirafa multicolor
-Oye,
has bebido demasiado. No estás acostumbrado y el tequila no es como la cerveza.
-Lo
siento, lo siento de verdad.
Estaba
recobrando la serenidad, la cordura que me había robado aquella figura extraña.
Empezaba a ser consciente del espectáculo que había protagonizado. Había
perdido con toda seguridad mi empleo y había quedado como un imbécil delante de
mi amada. El ridículo delante de mis compañeros me daba absolutamente igual.
Probablemente habían pasado una noche inolvidable ¿qué más querían?
-Vámonos-
sugirió Susana con vocecita dulce pero imperativa.
-Debería
disculparme. Creo que aún estoy a tiempo de recuperar mi puesto de trabajo.
-¡No
seas estúpido, Miguel! ¡ No lo estropees más! Javier está mosqueadísimo. Si no
lo llegan a parar te hubiera partido la cara.
-Está
bien- accedí sin estar del todo convencido.
Nos
fuimos sin despedirnos de nadie. Cuando salíamos me giré para ver de nuevo la
figura a la que yo achacaba mis alucinaciones. No quise volver a comentarle a
Susana que mis delirios no eran producto del alcohol, ni tan siquiera de los
tranquilizantes combinados con tequila. Estaba convencido que aquella jirafa
con lengua amenazante tenía la culpa. Jamás he creído en brujerías, hechizos o
males de ojo, pero lo que me había sucedido no podía ser producto únicamente
del alcohol.
Llegamos
hasta su casa y me invitó a subir. No estaba yo en condiciones de tener una
noche romántica, pero su invitación no esperaba una respuesta, era una orden.
Me dijo que no quería dejarme solo en mi estado.
Me
senté en el sofá mientras dijo que iba a preparar un café. Tenía frente a mí
unas preciosas vistas de la ciudad. Siempre me gustó la noche, el saberte vivo
mientras todos duermen, el hechizo de la oscuridad, del silencio. Y la luna,
deslumbrante, majestuosa.
Me
sirvió una taza y se sentó junto a mí. Recordé la canción que había cantado en
el restaurante.
Cuando
llegó la noche, apareció la Luna,
y
entró por tu ventana
que
cosa más bonita cuando la luz del cielo,
iluminó
tu cara.
Ahora
tenía sentido, ahora entendía al gran José Alfredo. Necesitaba de su compañía
para entenderla. Aproximó su rostro al mío y nos quedamos unos segundos
mirándonos. No sabía si rozar sus labios con los míos, no sabía si ella quería
que yo quisiera. El momento fue eterno, sus cabellos eran plata con la luz de
la luna, sus ojos, mares embravecidos y sus labios, una bella flor durmiente.
Pensé en lo poético que me estaba poniendo después de lo gañán que había sido
durante toda la noche. Me contuve, no estaba seguro si podría besarla sin que
me volvieran las náuseas. Quería una noche con un buen final.
Tras
permanecer un rato incómodos frente a frente y viendo que no me decidía a
besarle, rompió el silencio con una frase absurda.
-¿Oye,
a ti no te han dado el llavero de recuerdo? Seguro que jamás olvidarás
esta noche- dijo sonriendo sarcástica.
-¿Qué
llavero?- pregunté con curiosidad.
-En
el restaurante, junto a los cubiertos, nos dejaron este llavero. Es precioso.
Me
mostró el llavero. La maldita figura de la jirafa estrafalaria bailaba colgando
de sus dedos.
Volví
a ver cómo su pelo y sus ojos oscurecían y sus cejas se besaban. De nuevo Frida
Kahlo estaba frente a mí. Aparté el llavero de un manotazo y la besé. Se dejó
hacer y acabamos abrazados en el sofá. Me gustaba Frida y me gustaba Susana.
Obvié explicarle mi alucinación. Estaba a gusto con las dos.
Jamás
supe si fue la mezcla de alcohol con medicación o realmente aquel alebrije
alucinante tenía un poder sobrenatural. No me importó. Vivía con Susana desde
hacía unos meses. Frecuentábamos restaurantes argentinos o japoneses,
bolivianos y thailandeses, y por supuesto los de aquí. Pero nunca, nunca más
volvimos a cenar en un mexicano.
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